“¡Somos mucho más que dos!”, refiere el poeta uruguayo Mario Benedetti y su acierto trasciende la referencia amorosa. La tendencia a querer entender a partir de una visión binaria no ayuda a la hora de aproximarse a la realidad.
La clasificación de hechos y gente como si todo fuese un texto digital donde solo hay unos y ceros es eficaz, desde el punto de vista retórico, pero pobre cognitivamente hablando.
En el presente van dejando de ser categorías funcionales los pares que reinaron en otros tiempos como por ejemplo la oposición entre el proletariado y la burguesía, el capitalismo y el comunismo o la dualidad entre la izquierda y la derecha.
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No quiero decir con ello que esta lista de categorías opuestas se haya esfumado del mapa, sino que la relación polar entre esos pares ha perdido tracción para movilizar políticamente y, sobre todo, emocionalmente.
En su lugar han aparecido otras díadas cuyo poder convocante es más elocuente para las sociedades contemporáneas. Excita con mejor nervio, por ejemplo, separar a la gente entre beneficiarios y víctimas de la corrupción, o bien entre globalistas y nacionalistas, privilegiados y desposeídos, punitivistas y defensores de derechos humanos, feministas y patriarcales o, ya en la caricatura, apelar al color de piel, las características físicas o el origen social, (a pesar de la absoluta imposibilidad del individuo para elegir su árbol genealógico). También la lengua y la religión han sido objeto muy funcional para la disputa.
Es frecuente observar cómo la polarización fabricada a partir de elementos obvios, pero no automáticamente explosivos a la hora de oponerles, es gasolina que alimenta a muchos vehículos que circulan sobre el escenario político. A mayor polarización mayor el liderazgo o la tracción del carro que se alimenta de ella.
No ha tenido éxito la explotación de los binomios citados en aquellas sociedades que han sabido acomodar con virtud sus diferencias en su respectivo arreglo de poder y sus instituciones derivadas de él.
Sin embargo, las sociedades donde priva la reconciliación, por encima de la polarización, lamentablemente son cada día menos. Las fracturas provocadas por desigualdad crónica y también por la violencia en sus expresiones más letales son el terreno fértil para masificar el malestar y representan una buena oportunidad para la retórica binaria
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De todas las díadas polarizantes que puedan nombrarse hay una que reina en nuestro tiempo: la pugna entre el populismo y el elitismo.
Detrás de cada uno de estos términos hay una ideología política. Un mapa mental capaz de representar los principales trazos del malestar y también con tracción para galvanizar identidades.
Ambas ideologías pueden rastrear sus orígenes muy lejos en el trayecto de la civilización humana. Hay registro preciso de expresiones elitistas en la antigua Grecia donde la clase gobernante descreía de la democracia y prefirió gobernar con acentos aristocráticos. La democracia representativa de nuestro presente recoge –aunque de manera atemperada – preocupaciones de la defensa aristocrática.
Ejemplos de populismo temprano también hay en cantidad importante. Se antoja como buena ilustración el movimiento que, en la segunda mitad del siglo quince, erigió el padre dominico Girolamo Savonarola en contra del gobierno florentino encabezado por Lorenzo de Médici. Fue ese hombre religioso quien puso los leños y encendió la célebre hoguera de las vanidades donde las personas habitantes de Florencia arrojaron libros, joyas, cosméticos y cualquier otro objeto ornamental o superfluo, incluidas magníficas obras de arte.
Obviamente el elitismo y el populismo de nuestra época tienen sus propias peculiaridades, sobre todo porque el significado de los términos clave que dan nombre a ambas ideologías –pueblo y élite– han variado con el tiempo. Retomando un argumento del politólogo argentino Ernesto Laclau, son categorías vacías que, sin embargo, al encontrar investidura radical en cada retórica política movilizan con fuerza.
El elitismo actual, por ejemplo, asegura que solo el mérito –sin considerar el contexto asimétrico a partir del cual pueda conseguirse– determina la pertenencia a las élites intelectuales, culturales y políticas e incluso a las élites económicas, a pesar de que la herencia siga jugando un rol tan destacado en su constitución.
De su lado, el populismo entrega todo el poder “al pueblo” entendido como una identidad homogénea, indisoluble y monolítica, generalmente agregada alrededor de un liderazgo hiperpersonalizado. El pueblo no reconoce matices, diferencias, críticas ni autocríticas.
Los primeros, acusan a los segundos de exceso en su demagogia y los segundos a los primeros de defender inopinadamente su privilegio.
Insisto con que mientras mayor sea la polarización entre estas dos ideologías, sin importar la masa gravitacional respectiva de cada uno de los polos, mayor será la gasolina que alimente al vehículo beneficiado por tal polaridad. Luego, la única posibilidad para que ese vehículo disminuya su velocidad radica en que la polarización social también aminore.
Parafraseando a Peter Sloterdijk, el problema de habitar una sociedad dominada políticamente por el debate entre elitistas y populistas es el mismo que experimentaría un grupo numeroso de conductores cuyos vehículos hubiesen sufrido una cadena de accidentes y que, en vez de intentar salir del atolladero, se vieran impedidos por una neblina densa que les evita comprender a cabalidad lo ocurrido.
En efecto, atender una crisis a partir de una lectura binaria, que además se ha cargado de alta polaridad, es la peor manera de resolver.
Frente a la guerra entre elitistas y populistas hay una opción: el pluralismo, que también cuenta con una larga tradición en la especie humana. Se trata del acomodo respetuoso, tolerante, empático, honesto y robusto de la diversidad humana a partir de instituciones y arreglos políticos donde mayorías y minorías pueden coexistir pacíficamente y con dignidad.
El pluralismo no resuelve los accidentes, pero transparenta los dilemas, disipa la niebla retórica y permite actuar con precisión respecto a las causas del malestar. En sentido inverso, mientras que el pluralismo es reconciliador, tanto el populismo como el elitismo pronuncian escenarios de negación, estigmatización y anulación. Por esta sola razón el pluralismo es más próximo a la democracia, respecto a las otras dos ideologías.
Ricardo Raphael
@ricardomraphael