La consola Philips era el mueble más elegante que había en la sala de mi abuela. Puedo recordarlo por la fascinación que me provocara su doble función. Podía escucharse el pequeño disco de 45 revoluciones con la última canción de Julio Iglesias y también sintonizar la radio.
El martes 11 de septiembre de 1973 esa consola me proporcionó la primera memoria política de mi vida. Tenía solo cinco años y sin embargo alcancé a comprender que algo terrible estaba pasando en un país remoto llamado Chile.
No recuerdo que hubiera adultos a mi alrededor y sin embargo los habrá habido, porque de otro modo no me explico que un hecho tan remoto me haya parecido tan próximo.
Por alguna de las estaciones de la época se transmitió en tiempo real el último discurso de Salvador Allende. Lo busqué ayer en la red y sus palabras se parecen mucho a las que conservó mi cerebro: “tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
Minutos más tarde, informaron sobre un ataque aéreo contra un lugar llamado el Palacio de la Moneda. Alguien debió haberme explicado que era como el Palacio Nacional, por lo que me imaginé a ese señor asomado al balcón, ondeando una bandera, mientras caían bombas sobre su cabeza.
Después nos íbamos a enterar de que Allende se había quitado la vida. Chile y el golpe de 1973 fundaron en mí algo parecido a lo que pronunció el líder de la Unidad Popular aquel martes fatídico: una idea moral de la política que, a pesar de cobardes, traidores y ladrones, también tiene un lugar en la historia.
Hace un mes estuve en Santiago de Chile y crucé frente al Palacio de la Moneda. El edificio es similar al que construí en mi cabeza hace ya medio siglo.
En sus alrededores hallé los muros tachonados por los grafitis recién dibujados y visité una sociedad que continúa sin poder reconciliar sus extremos. Hay quien hoy disputa con frivolidad la verdad sobre la tragedia de una generación que, después de Allende, quedó marcada por siempre.
Zoom: “La vida sigue igual”. Así se llamaba la canción de Julio Iglesias que me aprendí de tanto repetir el disco de la abuela. “Al final las obras quedan, las gentes se van”, rezaba el estribillo.