La primera semana de las audiencias contra García Luna ha resultado, para el acusado, prometedora. Para México como país, en cambio, ha sido demoledora. Porque si los anteriores procesos en Estados Unidos sentaron en el banquillo a lavadores, sicarios y capos, en este va a juicio todo nuestro aparato de Estado, al ser el imputado nada menos que el ex jefe del brazo policial de “la guerra contra las drogas”. El abogado César de Castro, de menor fama que los del Chapo —Jeffrey Lichtman, Eduardo Balarezo y William Purpura—, quienes recordaban ocasionalmente a los tres chiflados, ha probado ser eficientísimo en resaltar las oquedades de una fiscalía que, al menos en esta etapa temprana, queda debiendo.
Los fiscales Ryan Harris y Erin Reid parecen apostarle prominentemente a testimonios de ex narcos para inculpar a García Luna, un arma de dos filos cuya contundencia descansa en qué tanto sus narrativas puedan ser corroboradas y, más resbalosamente, en qué tanta confianza le inspiren éstos al jurado. A falta de pruebas duras como las que abundaron en el juicio contra Guzmán Loera, todavía no hay nada para nadie. Quizá la diferencia se deba a la ausencia de Mike Robotti, cabeza del departamento antinarcóticos y lavado del distrito Este de Nueva York, y del caso contra el sinaloense, cuya dicción mecánica y soporífera enmascaraba una precisión brutal que, al final, no le dejó a Guzmán posibilidad alguna. Su inesperada renuncia se desprendió de la debacle de Cienfuegos, cuya carpeta Robotti le pidió personalmente a la DEA con la intención de demostrar la colusión sistémica e institucional entre el gobierno y el crimen organizado mexicano en sus más altas esferas. Para su desgracia, y seguramente también para la nuestra, el procurador general de Trump, William Barr, se inmiscuyó alertado por un frenético López Obrador, temeroso éste del probable descobije propio y más seguro del que le caería al ejército, que tanto necesita para sostener su proyecto de poder. En sus inicios en el Departamento de Justicia Barr colaboró en el caso de Enrique Camarena, y soñaba con ser el procurador que finalmente llevara a Caro Quintero a pagar al norte del Bravo. Así, en un viaje apagafuegos a la Ciudad de México, prometió la extinción del caso contra el general si los sulfurosos le prometían acelerar la extradición de Caro.
Olvídense del cuerno que se llevó el gringo: García Luna fue arrestado al día siguiente del regreso de Barr, quizá como un premio de consolación para el desconcertado equipo de fiscales neoyorkinos, que se enteraron de la decisión de liberar a Cienfuegos después de los mexicanos, o quizá como gesto para apaciguar a López Obrador, dándole municiones contra Felipe Calderón, su enemigo favorito. Lo que es un hecho es que el caso contra García Luna también lo llevaba Robotti, y que éste dejó su trabajo al poco tiempo.
Falta ver quién va a reír al último: si bien a estas alturas el veredicto de culpable está en el aire, va quedando clarísimo el añejo y generalizado entrepiernaje entre políticos y capos mexicanos. Y lo que falta por salir.
@robertayque