García Luna entró a la sala donde conocería su sentencia como si aún fuera el secretario de Seguridad de la República mexicana: traje gris, corbata marrón y buen semblante. De esa cárcel terrible de la cual se quejó amargamente, de las amenazas, del acoso del gobierno mexicano, de la soledad y de las privaciones no se veía demasiado: tenía más o menos los mismos kilos de cuando su arresto, con el mismo corte de pelo casi rapado. La petición de clemencia que leyó en el pleno hizo eco casi línea por línea de la carta que días antes le había enviado al juez Cogan: se declaró inocente, remarcó su buena conducta en la cárcel, recordó sus años de servicio y todos los premios que había recibido como funcionario, no pocos del gobierno americano. Su abogado, César de Castro, le pidió al juez el mínimo castigo correspondiente a sus delitos: 20 años. Para desgracia de ambos, más que un sentido alegato a favor del acusado, aquello se sintió como un guion acartonado y burocrático leído por malos actores de telenovela.
Los fiscales, por su lado, nos recordaron que entre 2001 y 2012 el acusado fue cómplice y habilitador incondicional del cártel de Sinaloa. Que gracias a su conducta delictiva murieron cientos de miles de ciudadanos gringos, y que si bien él no cruzó personalmente las pacas de coca ni jaló ningún gatillo, tenía tanta sangre en sus manos como El Chapo Guzmán. Que era imposible pensar en la existencia de semejantes organizaciones criminales en México sin la corrupción del gobierno, y que si bien García Luna era el funcionario de rango más alto en ser llevado ante la justicia —gringa—, no sería el último. Y pidieron cadena perpetua.
Finalmente habló el juez, y nos regaló una joya: enfatizó que conocía los premios y honores recibidos por el acusado, pero que nada de esto lo impresionaba porque lo entendía como una doble cara, un frente que le permitió al ex policía llevar una vida delictiva sin ser molestado ni por su conciencia: así como no dudaba de su generosidad para con sus compañeros de encierro, tampoco dudaba de que había intentado sobornar a uno de ellos para que declarara falsamente en contra de la credibilidad de uno los principales testigos de cargo, y de los fiscales, para causar la nulidad del juicio. Y vino la sentencia: 38 años de prisión y una multa de 2 millones de dólares.
Afuera de la Corte estaban los porros de Morena en Nueva York acusando de todo a Felipe Calderón y, al día siguiente, la regenta hizo lo propio, aunque rematando con que no abriría investigación alguna contra el ex presidente. Se entiende: la política del resentimiento no busca justicia sino azuzar contra los enemigos del pueblo.
Lejos de mí, entonces, querer hacerle a Palacio el caldo gordo a la vendetta contra Calderón, esa bestia negra de López Obrador. Pero es un hecho que, en cualquier país civilizado, si el funcionario número uno encargado de la seguridad del país se pudre en una cárcel gringa por sus vínculos con el narco, quien lo nombró debe ser llamado a responder por ello. Si sabía, por cómplice. Si no, por inepto.