Resulta que quien se decía doctora en neurociencia, neuropsiquiatra, analista conductual para el FBI, especialista en la prueba de Rorschach, ex asociada de Harvard y directora del Centro de Desórdenes Mentales de la Universidad de Oslo es, en realidad, una abogada egresada de la Benemérita de Puebla con dudosos estudios posteriores en criminalística y psicología, que poco ha viajado fuera de México y que falsificó desde el número de cédula de su recetario hasta su licencia de conducir, que compartía en sus redes frases motivacionales cursis en un inglés indescifrable y que fabricó burdas imágenes que la muestran, en pose de edecán y maquillaje de señorita México, como Juana por su casa a lo largo y ancho de instituciones de prestigio donde jamás puso un pie.
Para entrever el bulo hubiera bastado su promesa de curar la depresión en una semana y la ansiedad en tres días; si la afirmación fuera real, la mujer sería más rica que Carlos Slim y tendría hospitales enteros en París y Nueva York en vez de —sin agravio de la hermosa Puebla— un consultorio en las Torres Médicas Angelópolis. A pesar de los contundentes testimonios donde sus pacientes y víctimas la exponen como la charlatana que es, Cote consiguió que Doctoralia la colocara entre los mejores médicos de 2017, y que medios nacionales le publicaran notas pagadas ensalzando su trabajo.
El espejismo duró hasta hace días, cuando la Secretaría de Salud de Puebla le clausuró el consultorio y fue arrestada. El asunto es que no fue detenida por la acuciosa labor de nuestras autoridades de salud que, luego de casi una década, finalmente se dieron cuenta de que su changarro no tenía permiso de funcionamiento, ni ella licencia sanitaria o título alguno que le permitiera recetar medicamentos controlados. Su caída no fue siquiera por el puñado de denuncias en su contra, hasta esta semana ignoradas. Fueron las benditas redes sociales las que colocaron a la farsante, con su triste photoshop y su inglés de primaria semibilingüe, en el patíbulo de la opinión pública.
La triste realidad es que, entre la total ausencia de supervisión gubernamental y el pensamiento mágico que nos caracteriza, México es tierra fértil para los mercachifles más descarados. Y no hablo sólo de la estafa hormiga, de los obvios consultorios falsos, de estéticas que se venden como salas de cirugía plástica o de cosmetólogos que se hacen pasar por médicos. Hay en nuestro país negocios a gran escala prometiendo sanaciones psíquicas, morales, físicas y espirituales que violan una y otra vez el sentido común y los protocolos empíricos más elementales. Grupos tan socorridos y populares como las Constelaciones Familiares, la Cienciología, las Iglesias Pare de Sufrir o los gurús pseudorientales aran las carteras mexicanas de todos los estratos sin el menor pudor, asaltando impunemente las esperanzas de un país urgido de consuelo y dispuesto a entregarse al primer charlatán que se venda como su salvador y que, encima, les pide que se lo agradezcan. Si no me creen, remítanse a las últimas elecciones.