El problema de Osiel

Ciudad de México /

Luego de pasar casi 15 años de los 25 de su condena en una cárcel de Indiana, el pasado viernes fue liberado Osiel Cárdenas Guillén, El Mata Amigos. Aparte del genérico “por buena conducta”, no sabemos por qué lo soltaron con tanta antelación y pronto veremos si lo deportan o no.

La breve sentencia de Osiel, comparada con el peso de sus crímenes, se debe a haberse declarado culpable en 2009 luego de haber sido deportado en 2007. Como parte de la negociación, Osiel le entregó a los gringos información clave y más de 50 millones de dólares; a cambio, en vez de pudrirse de por vida en una supermax —como El Chapo— hoy, a sus 56 años, es un hombre perfectamente libre. Pero esa libertad trae puñal: en parte al enterarse de la traición de su jefe, en parte por un sentido de oportunidad natural, el formidable ejército de sicarios montado por Cárdenas de entre fuerzas especiales del ejército mexicano se desligó de la organización y formó su propio cártel, el más temible, el que a partir de la deportación del Mata Amigos regó el norte de México y mi ciudad de Monterrey de cabezas rodantes y de teas humanas colgando de los puentes. Los Zetas, al mando de Heriberto Lazcano, El Lazca, rompieron con las viejas reglas de honor entre delincuentes que hasta entonces, de manera más o menos constante, habían acatado los cárteles nacionales: las familias de los narcos, especialmente las mujeres, los niños y los ancianos, no se tocaban, tratando además de minimizar los daños entre la población civil para no afectar el negocio. La estrategia del nuevo cártel fue muy otra: siguiendo el ejemplo de su creador, establecieron el terror como marca de la casa, y la extorsión y la trata de personas dejaron de ser actividades secundarias, convirtiéndose en formas paralelas de obtener ingresos, a veces más redituables que el mismo narcotráfico. Los 52 calcinados del Casino Royale en Monterrey, los 72 migrantes secuestrados y ejecutados en Tamaulipas y la desaparición del pueblo entero de Allende, Coahuila, con sus más de 300 almas, fueron algunos de sus golpes más sonados.

Cárdenas, quien se ganó el apodo al haber asesinado a su cercano, Salvador Gómez Herrera, para quedarse con el control del cártel luego de la muerte del fundador García Ábrego en los albores del nuevo milenio, tiene en México un par de órdenes de arresto. Si bien en estos tiempos de abrazos eso puede significar cualquier cosa, o nada, menos claro todavía es qué va a hacer si los gringos lo deportan. Porque Cárdenas, además de deberle cuentas a gente muy poco remilgosa a la hora de derramar sangre, tiene ya poco valor para las autoridades gringas y no representa una amenaza para las mexicanas en curso: la organización que regenteaba ya no existe, y la mayor parte de los jefes de lo que quedó del cártel del Golfo, y luego de Los Zetas —cártel del Noreste y sus escisiones: Los Metros, Los Escorpiones, Los Rojos y Los Ciclones, entre otros—, no solo no le deben nada, sino seguramente lo verán, al menos, como un formidable competidor en ciernes, al más, como un traidor impune.

Esperemos sentados. 


  • Roberta Garza
  • Es psicóloga, fue maestra de Literatura en el Instituto Tecnológico de Monterrey y editora en jefe del grupo Milenio (Milenio Monterrey y Milenio Semanal). Fundó la revista Replicante y ha colaborado con diversos artículos periodísticos en la revista Nexos y Milenio Diario con su columna Artículo mortis
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