La tentación autoritaria

Ciudad de México /

Nadie puede saber qué va a hacer la próxima presidenta una vez que se cruce la banda y se siente en la silla. Hay quienes apuestan que se deshará de la solovina para transformarse en la científica y hay quienes pensamos, luego de observar sus décadas de carrera política —desde 2006, cuando la vimos llegando a la sede del PAN arriando ocho cajas de supuestas pruebas irrefutables del supuesto fraude contra López que, confrontadas por un notario público, revelaron estar completamente vacías, hasta su cínico deslinde del todavía impune desplome del Metro en 2021— que su actuar en la cima del poder no va a ser muy diferente a como fue de secretaria del Medio Ambiente o de alcaldesa. Solo que lo será recargado.

Porque las filias y fobias de la presidenta electa son claras y, con excepción de sus tendencias ecológicas, no difieren en mucho de las de su predecesor. Ella es más inteligente y menos palurda; es improbable que bajo su mandato —en caso de que pueda ejercerlo a cabalidad— tengamos más proyectos faraónicos salidos del hígado o quebrantos mayores al erario causados por mero resentimiento, y eso es bueno. Pero su visión del gobierno y del ciudadano son similares: el ideal del autoritarismo estatista, empobrecedor y todopoderoso, con un pueblo sumiso y agradecido, la alinea más con la demagogia del eje castrochavista que con las libertades progresistas de las socialdemocracias europeas. Y eso no es tan bueno. Sobre todo porque, gracias al cheque en blanco que los mexicanos le acaban de entregar a la transformación de cuarta, lo conducente a atornillarlos en el poder sin molestarse con contrapesos, con rendición de cuentas o siquiera con la voluntad ciudadana va viento en popa. Ya lo dijo el Presidente: con o sin consultas —con o sin lubricante—, a la entrada del nuevo Congreso veremos el establecimiento constitucional por aplanadora de programas económicamente insostenibles; la militarización de la Guardia Nacional; la desaparición de mecanismos de transparencia como el INAI, el IFT y la Cofece y, sobre todo, la extremaunción del Poder Judicial independiente y del INE ciudadano, convirtiendo al gobierno federal en juez y parte electoral, como cuando la dictadura tricolor que hoy parece revivir en tonos guindas. De la reciente reforma a la Ley de Amparo, que nos acota una de sus pocas armas de defensa contra los abusos de la autoridad, ni hablemos.

En suma, no podemos saber si la siguiente presidenta va, digamos, a desplegar a sus flamantes policías-soldados contra los ciudadanos, como cuando envió granaderos contra las mujeres que protestaban por los feminicidios, o a manipular jueces electos bajo mecanismos opacos, controlados por su propio gobierno, vaya, a darle un uso político a la ley, como cuando su fiscal Ernestina Godoy amagaba adversarios personales y políticos a modo, o a regresarnos a los fraudes patrióticos de su camarada Bartlett. Lo que sí sabemos es que, a partir de septiembre, podrá legalmente hacerlo, y que el movimiento que ella abraza se ha abocado sistemáticamente a destruir las herramientas que antes nos permitían detenerla o llamarla a cuentas.


  • Roberta Garza
  • Es psicóloga, fue maestra de Literatura en el Instituto Tecnológico de Monterrey y editora en jefe del grupo Milenio (Milenio Monterrey y Milenio Semanal). Fundó la revista Replicante y ha colaborado con diversos artículos periodísticos en la revista Nexos y Milenio Diario con su columna Artículo mortis
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