Las encuestas de salida y las actas que la oposición pudo rescatar del Consejo Nacional Electoral (CNE) reflejaban en Venezuela una clara ventaja, de más o menos 60-30 puntos, a favor de Edmundo González Urrutia, el candidato que quedó cuando la dictadura de Maduro tumbó de la boleta a María Corina Machado.
Durante la mayor parte del día la página del CNE estuvo caída. Las casillas en zonas dominadas por la oposición no abrieron, o abrieron horas después. Hubo robo de urnas e intimidación a los votantes. Los observadores internacionales no fueron admitidos al país. Por ley, el CNE debió haber entregado a los representantes de los partidos una copia de cada acta. Al envío de este texto eso no ha ocurrido, lo cual no les impidió, pasada la media noche y contra todas las evidencias, declarar vencedor a Maduro con 51 por ciento de los votos, acreditándolo como mandatario hasta 2031.
Maduro salió a decir, como viene haciendo cada que tropieza, que las dudas alrededor de la elección fueron sembradas por la derecha internacional encabezada por Estados Unidos, y ordenó retirar a su personal diplomático de los países que osaron cuestionar la veracidad de los resultados oficiales. Del otro lado del espectro, quienes felicitaron el enquistamiento del castrochavismo venezolano fueron Bolivia, Cuba, Nicaragua, Honduras, China, Rusia, Siria e Irán. Y, vergonzosamente, cantinfleo de por medio, México: López salió a decir que su gobierno reconocerá los resultados venezolanos si sus autoridades electorales confirman la tendencia que le da el triunfo al presidente. Pero, ¿cómo no habrían de hacerlo, si la CNE es un organismo completamente dependiente del gobierno madurista?
Porque en Venezuela las elecciones no son organizadas por instituciones autónomas, ciudadanas o independientes, sino por una organización copada por el presidente, quien encima es el comandante supremo de una policía militarizada, con un Poder Judicial maniatado y considerado entre los más corruptos del mundo por Transparencia Internacional: los jueces de paz locales son electos en comicios manipulados y acotados por el gobierno, y los supremos son seleccionados por un Legislativo totalmente sumiso al ejecutivo, donde las detenciones preventivas, sobre todo de los enemigos políticos, son rutina en vez de excepción.
Con todo, los venezolanos están en pie de guerra. A pesar de que la autoridad electoral, los tribunales, el legislativo y las policías están supeditadas a los caprichos de un solo hombre, luego de años de minar su autonomía, de cooptarlos y de desarmar los mecanismos que los obligaban a rendir cuentas, los ciudadanos hoy abarrotan las calles, batiendo cacerolas y tirando a su paso las estatuas de Chávez. Lo malo es que, fuera de esas demostraciones de rabia y de hartazgo, en los hechos tienen pocas posibilidades de revertir el fraude.
Es desquiciante pensar en que esas prerrogativas y mecanismos envenenados, que tanto sufrimiento, pobreza y hambre le han costado a los venezolanos, se los acabamos de regalar en México enteros, por la vía del voto, al maximato moreno que se nos viene.