Narcos, gobiernos y policías

Ciudad de México /

En una lluvia de balas que duró cerca de cuatro horas, los marinos abatieron a Arturo Beltrán Leyva en diciembre del 2009. Se escondía en un fraccionamiento al norte de Cuernavaca, luego de una redada en una rumbosa fiesta, algunas noches anteriores, de donde tanto él como Edgar Valdez, La Barbie, se escaparon de milagro.

El fuego cesó alrededor de las 21:30. Pasada la una de la mañana llegaron los peritos, y una de sus fotos muestra el cuerpo del capo, con los pantalones hasta las rodillas y la camisa hasta las axilas, bañado en una sangre que le sirvió de adhesivo a los billetes de pesos y dólares con los que alguien le tapizó el cuerpo lacerado y semidesnudo. Al día siguiente, un diario recogió a un capitán del Ejército diciendo así: “Se niega categóricamente cualquier participación en ese montaje, en esa fotografía, no tenemos absolutamente nada que ver”.

El antes socio de la entonces dupla Zambada-Guzmán se había convertido en su enemigo desde que El Chapo lo responsabilizó de esa tarde en el aeropuerto de Guadalajara, cuando, en su lugar, asesinaron al cardenal Posadas. Lo curioso es que los encargados de ajustar esa cuenta no fueron los formidables sicarios del Cártel de Sinaloa, sino nuestros soldados, que con esas imágenes le enviaron a los Beltrán Leyva el acuse de recibo de Guzmán Loera. Nadie más que ellos pudo acercarse a ese cadáver esa noche.

En el juicio del Chapo supimos que éste desembolsaba mensualmente más de un millón de dólares en sobornos a soldados y policías, y que, entre 2004 y 2008, un general se puso a las órdenes del Mayo cuando los Beltrán Leyva, los Carrillo Fuentes y Los Zetas se unieron en su contra. En los celulares de Guzmán se encontraron mensajes a quien fuera jefe de la novena zona militar a partir del 2010, pidiéndole no ser molestado por la tropa. Era un negocio redondo: los de Sinaloa le advertían al Ejército de los movimientos de sus enemigos, los soldados iban por ellos, el público aplaudía a las fuerzas armadas, los altos mandos se hacían ricos, el presidente se colgaba medallas y los capos risa y risa.

Parece que poco ha cambiado: El Mayo, en la carta que mandó para enmendar la plana alrededor de su detención, dice que fue citado a la celada para supuestamente mediar las rencillas entre el gobernador Rubén Rocha Moya y el ex rector de la Autónoma de Sinaloa, Héctor Melesio Cuén, dando por descontada su autoridad sobre estos. De paso, menciona entre sus escoltas a José Rosario Heras, comandante de la judicial en activo, y dice que Cuén fue asesinado allí, en caliente, mientras que el gobierno de Sinaloa insiste en que el ex rector, a quien le retiraron la protección de la Guardia Nacional una semana antes, fue ultimado en una gasolinera, en un intento de robo. Rocha Moya nunca llegó: esa noche se fue convenientemente de viaje.

El Presidente salió de inmediato a exonerar a su amigo el gobernador, asegurando que éste no sabía que sus policías le servían de escolta al capo, y que —como siempre— todo era parte de una campaña en su contra, orquestada por los gringos. Eso sí, a Zambada no lo tocó ni con el pétalo de una amapola.


  • Roberta Garza
  • Es psicóloga, fue maestra de Literatura en el Instituto Tecnológico de Monterrey y editora en jefe del grupo Milenio (Milenio Monterrey y Milenio Semanal). Fundó la revista Replicante y ha colaborado con diversos artículos periodísticos en la revista Nexos y Milenio Diario con su columna Artículo mortis
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