Casi la mitad de la clase media alta —esos aspiracionistas— le dio el voto a la regenta del Presidente, obteniendo entre ellos 49 puntos contra los 41 de Gálvez. De la clase media a secas Sheinbaum cosechó 59 puntos contra 30 de su opositora, y 61 contra 33 en la clase media baja.
Sin duda las carretadas de dinero público entregadas sin registro ni requisitos influyeron en los votantes para los cuales 3 mil o más pesos mensuales hacen la diferencia entre una existencia precaria y una un tanto menos, pero no deja de ser asombroso que Sheinbaum fuera la preferida absoluta a lo largo y ancho de casi todas nuestras demografías. Porque los más pobres al menos tienen la excusa de la necesidad. Lo que no logro entender es cómo el resto se volcó como si regalaran dulces para que siguiera la violencia de un crimen organizado impune y más solapado que nunca; premiando el asesino y negligente manejo de la pandemia y de nuestra salud entera; conformándose con políticas públicas costosas, inútiles y asininas; refrendando a funcionarios públicos que en otros países no serían dignos de regentear ni un puesto de tacos; ignorando la corrupción desbordante entre empleados, amigos y parientes del Presidente; condonando la aniquilación de instancias y organizaciones que nos hacían la vida más digna y más libre y aplaudiendo esa crasa mezquindad que rezuma la administración entera: desde cuando nos la metieron doblada hasta que vayamos a vender calzones porque apoyos no hay, pasando por las mujeres violadas que osaron distraer al humanista de la rifa del avión presidencial.
Así que perdonen mi escepticismo pero, fuera de la esforzada minoría de siempre, veo difícil que esa ciudadanía abúlica vaya a salir hoy a defender el último hálito democrático que nos queda. No me queda claro siquiera si se da cuenta del diente de sable que compró en la rifa.
Si, gracias a un Legislativo que le entregaron los mexicanos como cheque en blanco, se alza con el gancho al hígado de la sobrerrepresentación, los contrapesos construidos con sangre, sudor y lágrimas desde la caída de la dictadura ya no estarán más. El Presidente, o su sucedánea feminista silenciosa, tendrá la posibilidad de encerrar oponentes o críticos sin orden judicial; de enviar a las tropas contra grupos civiles; de convertir a los jueces en figuras a modo vía unas elecciones que en modo alguno garantizan su probidad técnica o profesional, pero que le dan al Ejecutivo la cuña necesaria para que las leyes y sentencias digan, sin cambiarles ni una coma, lo que diga el de la silla; de eliminar o acogotar a los jueces de la Suprema Corte cuando disientan para, en caso de necesidad, reformar la Constitución al gusto del portador; de cerrar todas las instancias de transparencia y de libertad de expresión; y de permitir la reelección o regresar el organismo independiente que hoy organiza nuestras elecciones a manos del gobierno.
Vamos, como hacen desde hace rato en Rusia, Cuba y Venezuela, país que, no olvidemos, comenzó su camino al averno cuando el Congreso, con sus leyes Habilitantes, le dio a Chávez poderes casi absolutos a partir del 2002.