No había pasado ni hora y media desde que habíamos aterrizado en Houston y mi esposa y yo ya estábamos vacunados buscando un Chick-fil-A. Aquella tarde, disfrutábamos de nuestros nuggets sin tener idea de lo que nos esperaba horas después…
Como todos los viajes, este comenzó desde su planeación. Llevábamos semanas dándole vueltas al asunto y no porque no quisiéramos vacunarnos —eso nunca estuvo en duda— sino por el factor económico. Una noche, poco antes de dormir, nos envalentonamos y compramos los boletos de avión. Unos días antes de nuestro viaje utilizamos el mapa de disponibilidad de vacunas del gobierno de Texas para ubicar una farmacia con dosis de Johnson & Johnson disponibles, de preferencia, cerca del hotel que habíamos reservado. Fue así como hicimos nuestra cita en una pequeña farmacia local de nombre Platinum RX.
Cuando llegamos al aeropuerto de Houston y el oficial de inmigración nos preguntó el motivo de nuestra visita contestamos que íbamos de shopping (era lo que nos habían sugerido quienes habían hecho el mismo viaje semanas atrás). El oficial, sin apartar los ojos de su pantalla, espetó un par de preguntas que nos dejaron helados: “¿Vienen por su vacuna? ¿En dónde tienen su cita?”. Visiblemente nervioso contesté que lo estábamos considerando mientras pensaba que tal vez, tenía dicha información en el sistema y si daba un paso en falso, no dudaría en cancelarnos las visas. Con el mismo tono condescendiente con el que un adulto alecciona a un niño, respondió: “No entiendo por qué todos mienten. Deberían de ser honestos con nosotros, recuerden que sus vacunas no las está pagando México, las está pagando Estados Unidos. A la próxima, sean honestos, ¿entendido?”. “Yes sir”, contesté con aire marcial mientras mi esposa veía la escena con ojos de plato.
Sobre la visita a la farmacia, basta con decir que el proceso de vacunación fue rápido y amable. Contentos de habernos vacunado, nos fuimos a comer a Chick-fil-A, cadena de comida rápida con la que mi esposa tiene algún tipo de fijación. De ahí nos pasamos a Target a buscar mamamelucos y mordederas para nuestra bebé, que estaba con sus abuelitos esperándonos en Tampico. Para cuando tomamos el Uber de regreso al hotel, ya había caído la noche. Apenas llegamos al cuarto, comenzamos a experimentar efectos secundarios: dolor muscular, dolor de cabeza, fiebre, escalofríos y náuseas. Ahí estábamos los dos amolados, con las cobijas hasta el cuello, riéndonos de la situación. Y es que habíamos pensado que si nuestros amigos no habían tenido efectos secundarios con la Janssen, nosotros tampoco los tendríamos. Pasamos una muy mala noche y al día siguiente dormimos toda la mañana, todavía recuperándonos. Afortunadamente, nuestro vuelo de regreso era por la noche.
Estábamos a minutos de despegar, cuando empecé a sentir un efecto secundario nuevo y residual: comezón moral. ¿Hice mal en pagar por mi vacuna habiendo miles de millones de personas en el mundo sin posibilidad de hacerlo? ¿Si ellos pudieran hacerlo, también adelantarían su turno? Porque, seamos honestos, vacunarte en Estados Unidos no es gratis. Los turistas de vacunas están dejando su dinero en las aerolíneas, hoteles, tiendas y restaurantes locales a cambio del “bio-souvenir”. En esa cavilación estaba, cuando un ruido bastante dramático comenzó a sonar por todo el avión y me regresó, de sopetón, del mundo de lo ideal al mundo de lo real. Era una alerta de seguridad pública que Apple había enviado a todos los usuarios de iPhone que estuvieran en Houston, independientemente de la nacionalidad del teléfono. Decía que a partir de ahora todos los sitios de vacunación de Houston estaban abiertos sin cita y que entre más personas se vacunaran, más rápido la vida de todos iba a regresar a la normalidad. Aquel mensaje no sólo fue un bálsamo para mí comezón moral, sino que me hizo recordar las palabras que López Obrador le dijera a Biden apenas unos días atrás: “Bendito México, tan cerca de Dios y no tan lejos de Estados Unidos”.