El 20 de noviembre de 2006, el candidato perdedor en las elecciones presidenciales, Andrés Manuel López Obrador, se hizo investir como “presidente legítimo” de México en el Zócalo de la capital mexicana, colmado de seguidores. Una faramalla operática que a una gran parte de sus votantes les pareció una muestra de dignidad ante un fraude electoral inventado: una mentira dolosa que López Obrador se sacó de la manga al enterarse de los resultados —si hubiera sido fraude no habría sido difícil probarlo con las actas del PRD— y que se convirtió en mito fundacional (véase el seguimiento puntual que hizo Carlos Tello Díaz en su libro 2 de julio (Planeta, 2007); entre otros investigadores, Fernando Pliego Carrasco demostró en El mito del fraude electoral (Pax, 2007) que tal engaño no existió).
Meses antes, gente de López Obrador había tomado el Paseo de la Reforma, un plantón que se alargó 47 días, del 30 de julio al 15 de septiembre, y causó daños considerables a comercios, restaurantes y hoteles de la zona. Un plantón que lucía casi vacío, como lo consignan las crónicas de aquellos días (véase, por ejemplo, la de Cynthia Ramírez, “Atorados”, en Letras Libres de septiembre de 2006).
En 1976, ocho años después de la matanza de Tlatelolco y cinco años más tarde del Jueves de Corpus, López Obrador se afilió al PRI en Tabasco —a pesar de la simpatía que en varias ocasiones ha expresado por Fidel Castro y el Che Guevara—. En 1988 seguía siendo miembro de ese partido, al que renunció cuando Cuauhtémoc Cárdenas y Graco Ramírez lo invitaron a integrarse en el Frente Cardenista, matriz del futuro PRD —partido al que después desmantelaría para abandonarlo y crear el suyo propio: Morena.
Un apretado recuento de su desempeño como jefe de Gobierno del Distrito Federal —hoy Ciudad de México—, de 2000 a 2005, ofrece suficientes indicios del conservadurismo, la intolerancia y opacidad de López Obrador como político y gobernante. Muchos de los académicos y periodistas que lo eligieron como Presidente en 2018 prefirieron soslayar estos ominosos precedentes.
En 2002, el jefe de Gobierno vetó la Ley de Acceso a la Información Pública del Distrito Federal y la creación del Consejo de Información Pública.
Entre 2002 y 2005 se dieron adjudicaciones directas a la empresa Riobóo por 171 millones de pesos relacionados con la construcción del segundo piso del periférico.
A la manifestación de miles de ciudadanos del 27 de junio de 2004, López Obrador la descalificó como una “marcha de pirrurris” y no de gente que protestaba contra la violencia y la inseguridad. Según el Inegi, durante 2003 se denunciaron 1,912 homicidios dolosos; lo extraño es que un año antes —en agosto de 2002—, el Gobierno de la Ciudad de México había contratado a la empresa del ex alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani —el de la “teoría de las ventanas rotas”— para asesorarlo en materia de seguridad. Los 4.3 millones de dólares de honorarios fueron cubiertos por el empresario Moisés Saba, aunque el New York Times dice que fue Carlos Slim quien los pagó.
En 2003, el jefe de Gobierno rechazó la Ley de Sociedades de Convivencia —a la que también se oponía la Iglesia católica—, la cual fue aprobada en marzo de 2007, durante la gestión de Marcelo Ebrard.
Durante el mandato de López Obrador se descontó un “diezmo” al salario de los trabajadores del Gobierno del DF y hubo desvío de recursos para su campaña contra el desafuero.
No deben olvidarse los casos de corrupción de René Bejarano, Gustavo Ponce —su secretario de Finanzas— y Carlos Ímaz, delegado de Tlalpan. Bejarano, ex diputado de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, fue detenido el 10 de noviembre de 2004 y liberado el 6 de julio de 2005 luego de pagar una fianza de 171,000 pesos. Ponce pasó diez meses en prisión y salió libre gracias a un amparo. Ímaz fue declarado formalmente preso como responsable de delitos electorales el 23 de abril de 2004, aunque no fue encarcelado, ya que esos delitos no se consideraban graves. Pagó una fianza fijada de 100 mil pesos y pidió licencia como delegado.
Del “Cállate chachalaca” a “Al diablo con sus instituciones”, López Obrador ha mostrado un temperamento autoritario y antidemocrático. Sus compañeros de ruta hacia la presidencia fueron personajes impresentables del tan despreciable periodo neoliberal, como Manuel Bartlett, y una chusma que va de la ultraizquierda a la ultraderecha. Todo esto también lo soslayaron quienes se dedican a pensar la realidad y le dieron su voto. Hartos, es cierto, de la corrupción y de la violencia, se equivocaron en la evaluación de un candidato que ha dado incontables muestras de ignorancia, ineptitud y de una indolencia criminal que ha dado por resultado cientos de miles de muertes, entre las víctimas de la pandemia, de homicidios dolosos y de feminicidios, y entre desempleo, desabasto de medicinas y de oxígeno, nada indica que la situación del país vaya a mejorar en lo que resta del sexenio. ¿Qué Presidente esperaban? Es pregunta seria.