El poder necesita de contrapesos, de modo que quien lo ejerce no lo haga de manera autoritaria ni con atropello de las personas, de las leyes y de las instituciones.
A mis alumnas del Iteso.
No puedo aceptar su doctrina de que no debemos juzgar al Papa o al Rey como al resto de los hombres con la presunción favorable de que no hicieron ningún mal”, le escribió el 5 de abril de 1887 el historiador John Emerich Edward Dalberg, mejor conocido como Lord Acton, al arzobispo de la Iglesia de Inglaterra, Mandell Creighton –autor, por cierto, de una extensa Historia del papado–. La carta continúa así: “Si hay alguna presunción es contra los ostentadores del poder, incrementándose a medida que lo hace el poder. La responsabilidad histórica tiene que completarse con la búsqueda de la responsabilidad legal. Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres malos, incluso cuando ejercen influencia y no autoridad: más aún cuando sancionan la tendencia o la certeza de la corrupción con la autoridad”. Lord Acton, católico y liberal, se había opuesto en 1869 a la proclamación del dogma de la infalibilidad pontificia; defensor de las libertades políticas, abogaba por el derecho de los historiadores a investigar sobre los cuantiosos escándalos y abusos de la Iglesia a lo largo de los siglos. Varios siglos antes, uno de los Siete Sabios de Grecia, Pítaco de Mitilene (650-568 a.C.), había dicho: “Si quieren conocer a un hombre, revístanlo de un gran poder. El poder no corrompe, desenmascara”. Pítaco gobernó durante diez años esa ciudad griega de la isla de Lesbos con orden y apego a una constitución. El padre de la historia, Heródoto(484-425 a.C.), dijo algo parecido un siglo después: “Dénle poder al hombre más virtuoso que exista y pronto lo verán cambiar de actitud”.
Los ecos de aquellos pensadores llegan con plena vigencia hasta nuestros días. El poder necesita de contrapesos, de modo que quien lo ejerce no lo haga de manera autoritaria ni con atropello de las personas, de las leyes y de las instituciones. El poder sin moderación ni talento conduce a la arbitrariedad y a la autocracia, y en el peor de los casos a la dictadura. El poder debería ser un medio para el bien de todos y no un fin en sí mismo –lo que conlleva la ocasión del enriquecimiento personal y del grupo o familia. Ya lo advirtió Alexandre Dumas hijo en su libro La cuestión del dinero (1857): “El dinero es el dinero, cualesquiera que sean las manos en que se encuentra. Es el único poder que no se discute nunca”. Esto lo sabe muy bien la familia –el hermano Pío, la prima Felipa, la cuñada Concepción Falcón Montejo– y el grupo en torno al presidente López Obrador, que hasta ahora, y a pesar del invariable discurso del Presidente contra la corrupción –“No somos iguales”–, disfrutan de una impunidad que no debe sorprender a nadie en un país en el que los crímenes no se castigan: “En México de cada 100 delitos que se cometen, solo 6.4 se denuncian; de cada 100 delitos que se denuncian, solo 14 se resuelven” (impunidadcero.org). Si no es cierto lo que dijo el general estadunidense Glen Van Herk, jefe del Comando Norte, de que entre 30 y 35% del territorio mexicano está controlado por grupos delictivos, ¿cuáles son los datos correctos? ¿Por qué la deferencia del Presidente con la madre del Chapo Guzmán –“Se llegó a decir de que El Chapo estaba entre, no me gusta decirle así; Guzmán Loera, ofrezco disculpa, estaba entre los hombres más ricos del mundo”–; por qué la liberación de Ovidio Guzmán? La doctora Laurie Ann Ximénez-Fyvie ha sido insultada y difamada –entre otros, por Antonio Attolini– y hasta amenazada de violación y de muerte por haber denunciado en Un daño irreparable: La criminal gestión de la pandemia en México la ineptitud, la ignorancia y la irresponsabilidad del Presidente y del subsecretario López-Gatell, lo que ha causado 200 mil muertos, aunque el conteo real podría ser de hasta 500 mil, de acuerdo con expertos como el matemático Raúl Rojas, de la Universidad Libre de Berlín. Ah, López-Gatell se indigna con los medios nacionales y extranjeros por “su afición a los números redondos”. En tanto, el Presidente sigue empecinado en su vehemente defensa del violador Félix Salgado Macedonio –yo le creo a las mujeres que lo denunciaron– y denigra al movimiento más enérgico y poderoso de los últimos años, el de las mujeres. El Presidente –caciquil, envanecido– quiere más poder y casi no hay quien pueda impedírselo; suscribiría, gustoso, aquel bando de 1767 del marqués de Croix, virrey de la Nueva España, con motivo de la expulsión de los jesuitas: “De una vez, para lo venidero, deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”. Pero debe cuidarse, pues como dijo el político y jurista Enrique Tierno Galván: : “El poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla”.