No todas las personas tienen el talento innato para hablar en público de una manera elocuente, convincente y que pueda conmover a quienes lo escuchan, aunque es posible que muchos puedan desarrollar esa habilidad llamada oratoria
La segunda Guerra Mundial tenía unos meses de haber estallado. El 11 de mayo de 1940, el día que los alemanes lanzaron una violenta ofensiva contra Francia, Winston Churchill asumió el encargo del rey Jorge VI de formar un gobierno de unidad nacional. El nuevo primer ministro británico se dirigió dos días después a la Cámara de los Comunes. En ese primer discurso, al que se le llamó “Sangre, sudor y lágrimas” y que se transmitió por la BBC, habló del papel que el Reino Unido estaba dispuesto a asumir en la conflagración. Permítanme citar un fragmento extenso:
“Estamos en la fase preliminar de una de las grandes batallas de la historia, estamos actuando en muchos otros puntos en Noruega y en Holanda, tenemos que estar listos en el Mediterráneo, la batalla aérea es continua. Espero que mis amigos y colegas, o ex colegas, que hayan sido afectados por la reestructuración política comprendan totalmente la falta de ceremonial con la que ha sido necesario actuar. Diré a esta Cámara, tal como le dije a aquellos que se han unido a este gobierno: No tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. Tenemos ante nosotros muchos, muchos largos meses de lucha y de sufrimiento. Me preguntan: ¿Cuál es su política? Se los diré: hacer la guerra por mar, tierra y aire con toda nuestra potencia y con toda la fuerza que Dios nos pueda dar; hacer la guerra contra una tiranía monstruosa, nunca superada en el oscuro y triste catálogo del crimen humano. Esa es nuestra política.
“Preguntarán: ¿Cuál es nuestro objetivo? Puedo responderles con una palabra: victoria, victoria a toda costa, victoria a pesar del terror, victoria por largo y duro que sea el camino, porque sin victoria no hay supervivencia. Que quede claro: no habrá supervivencia para el imperio británico, no habrá supervivencia para todo lo que el imperio británico ha defendido, no habrá supervivencia para el estímulo y el impulso de todas las generaciones, para que la humanidad avance hacia sus metas.
“Emprendo mi tarea con optimismo y esperanza. Estoy seguro de que nuestra causa no sufrirá el fracaso entre los hombres. Me considero con derecho en esta coyuntura, en este momento, a reclamar la ayuda de todos y decir: Vamos, avancemos juntos con nuestra fuerza”.
Como sabemos, la segunda Guerra Mundial terminó en 1945 con la victoria de los Aliados —Inglaterra, Estados Unidos y la Unión Soviética— contra las potencias del Eje —Alemania, Italia y Japón— después de cinco años terribles plagados de sufrimiento, atrocidades y millones de muertes.
Winston Churchill (Oxfordshire, 1894-Londres, 1965) también fue periodista, escritor y pintor, además de oficial del ejército británico. Fue corresponsal de guerra en varios países y autor de una decena de libros —autobiográficos, sobre la guerra, en torno a la pintura—. En 1953 ganó el premio Nobel de Literatura por “su maestría en la descripción histórica y biográfica, así como por su brillante oratoria, que defiende exaltadamente los valores humanos”.
No todas las personas tienen el talento innato para hablar en público de una manera elocuente, convincente y que pueda conmover a quienes lo escuchan, aunque es posible que muchos puedan desarrollar esa habilidad llamada oratoria. Otros, aunque lo intenten, ofrecen espectáculos vergonzosos, como podemos ver casi todos los días en las cámaras de senadores y de diputados con personajes insolentes, mal educados y peor informados, que confunden la vehemencia con grotescos aspavientos y la solemnidad con la cursilería.
Hace unos días vimos y escuchamos a la canciller alemana Angela Merkel pronunciar un dramático discurso en el parlamento en el que habló de los estragos del covid–19: “Si de aquí a Navidad tenemos muchos contactos y finalmente ésta es la última Navidad que celebramos con los abuelos, habremos fallado en algo, y eso no puede suceder, señoras y señores diputados”. Habló de los 590 muertos del día 9 de diciembre, lo que le resultaba inadmisible: “El número de contactos es demasiado alto, la reducción de contactos no es suficiente”. Un discurso que a ratos parecía una plegaria.
Nueva Zelanda es uno de los países que con mayor éxito ha combatido la pavorosa pandemia que ha hecho de 2020 un año terrible y funesto para una gran parte del mundo. La primera ministra, Jacinda Ardern, se hizo famosa por un discurso de dos minutos en el que enumeró el trabajo hecho en dos años de gobierno. En ese informe, del 4 de noviembre de 2019, la joven dirigente habla con rapidez, fluidez y soltura, además de irradiar una enorme simpatía, como puede verse en YouTube: “New Zealand’s Jacinda Ardern’s speech in 2 minutes”.
López Obrador, con un pobre repertorio retórico, pero muy efectivo, se toma largos minutos cada mañana para repetir cansinamente la misma perorata que ha ensayado durante años, y que aún le rinde frutos. La enorme diferencia con verdaderos estadistas como Churchill o Ardern es que el Presidente mexicano, en guerra permanente contra sus “adversarios”, no se dirige a la nación, sino únicamente a sus partidarios.