La (in)cultura presidencial

Ciudad de México /

Cuanto menos refinado y más inseguro en el aspecto económico sea un grupo, más probable será que sus miembros acepten la ideología o el programa más simplista que se les ofrezca”, dice Seymour Martin Lipset en La política de la sinrazón (FCE, 1981). Hoy la cultura tiene significados y alcances más amplios que nunca en un país golpeado en muchos sentidos. En ¡Es la reforma cultural, Presidente! (Editarte, 2018), Eduardo Cruz Vázquez dice que en estos tiempos “un viraje nodal es el ajuste de paradigma de la noción de cultura” y continúa: “Pasamos de una comprensión estrictamente antropológica ligada a las bellas artes, de núcleo humanista y alrededor de la intervención asistencial del Estado, a una visión multifocal que incluye tanto el valor de la creatividad, su aporte simbólico, su juego en el sistema productivo, como su contribución al desarrollo social, político, ambiental y económico de la población”. No, el Presidente no entiende nada.

El país es una exhibición de atrocidades. Robos, asaltos, secuestros, desapariciones, torturas, ejecuciones, violaciones, asesinatos y feminicidios ocupan las primeras planas de los diarios, y el crimen organizado –más cínico y sanguinario– se burla del Presidente, y a su vez el Presidente traiciona a sus electores. En tanto, muchos de los asesinos de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa ya fueron liberados. A las mujeres que votaron por él les costará trabajo entender por qué su gobierno eliminó las estancias infantiles y el apoyo a los refugios de mujeres violentadas, por qué no ha sido solidario con los desesperados reclamos de las mujeres violadas y de los familiares de mujeres asesinadas.

¿Cuál concepción de la cultura hace posible esas aberrantes omisiones? ¿Cuál es el sentido y la orientación de la política cultural del Estado mexicano, si la hay? Es esto justamente lo que parece no saber ni entender el Presidente –y por eso el desmantelamiento, o la cultura solo como adorno y exaltación de la nacionalidad. ¿Será que, como dice Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, “una vez que los movimientos han llegado al poder proceden a modificar la realidad conforme a sus afirmaciones ideológicas”?

Quizá algunos de los funcionarios de la 4T comprendan la importancia de la cultura en una sociedad conflictiva, pero exuberante en manifestaciones culturales, desde las artes y artesanías tradicionales a los nuevos lenguajes nacidos de la tecnología digital, así como las llamadas industrias creativas, pero ¿qué se puede hacer si un Presidente infatuado con el pasado no es capaz de entenderlo? A pesar de ello los niños, adolescentes y jóvenes matemáticos y deportistas cosechan triunfos conmovedores con su propio esfuerzo, como Priscila Chavarría, a la que el cineasta Guillermo del Toro apoyó para que asistiera a la Olimpiada de Matemáticas.

“Cada paso hacia una sociedad más estable y equilibrada reduce la influencia que puede ejercer un demagogo sobre personalidades inestables”, dice el sacerdote e historiador inglés James Parkes en su libro Antisemitismo (Paidós, 1965), pero “el pueblo no se equivoca”, repite fastidiosamente el Presidente, como tantas otras frases hechas que saca puntualmente de su comedia matutina. La 4T marcha a pasos acelerados hacia una hegemonía asfixiante, de la mano del resentimiento y el odio a los gobiernos “neoliberales” de un hombre que se cree providencial, hacia un país que aún desconocemos.

Debe recordarse la destitución del científico Antonio Lazcano Araujo, de la Comisión Dictaminadora del Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt; Lazcano y 11 mil investigadores habían cuestionado el rumbo de la ciencia mexicana bajo la política de la 4T en un artículo publicado en la revista Science.

“El mal gobierno”, dice la periodista estadunidense Barbara Tuchman en su libro clásico La marcha de la locura (FCE, 2018), “puede ser de cuatro tipos: tiránico, ambicioso, incompetente o insensato, pero siempre estará en contra del interés propio, del interés de los gobernados o del Estado mismo”. Así, una pregunta pertinente es ¿cómo pasará a la historia un Presidente al que no le importan la ciencia –si no es “alternativa”– ni la cultura –solo si es la del pueblo bueno– y que, además, desmesurado y socarrón, descalifica todos los días, “con todo respeto”, a quien contradice y cuestiona su desesperante monólogo, a quien le opone otros datos.

El Presidente, mientras tanto, afirma que el nulo crecimiento económico “no le preocupa mucho”, pues el pueblo es “feliz, feliz, feliz”, no importa que el crimen se apodere cada vez de más territorio nacional y derrame más sangre, a pesar de los evangélicos y paternales exhortos del Presidente a portarse bien.

Pocos pondrían en duda que la ciencia, la educación y la cultura son tres factores importantes para alcanzar el bienestar social, tan importantes como para dejarlos solamente en manos de los políticos, aunque juren que no son iguales.


Rogelio Villarreal


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