La reciente negativa de la presidenta Claudia Sheinbaum a acatar la suspensión de la reforma al Poder Judicial emitida por una jueza federal representa uno de los episodios más preocupantes en la historia reciente de México. La Asociación Nacional de Magistrados de Circuito y Jueces de Distrito (Jufed) no ha dudado en calificar esta postura como un “grave riesgo” para la salvaguarda de los derechos fundamentales y el Estado de derecho. Y no es para menos: lo que está en juego no es solo una disputa jurídica, sino la solidez misma de las instituciones democráticas que sostienen al país.
La insistencia de Sheinbaum en desobedecer la suspensión refleja un desconocimiento, o peor aún, un desprecio, por los principios básicos del equilibrio de poderes. La Constitución es clara en su mandato: todas las autoridades, sin excepción, están obligadas a acatar las resoluciones del Poder Judicial. Ignorar este principio abre la puerta a la arbitrariedad y debilita el sistema de contrapesos que evita la concentración del poder en manos del Ejecutivo.
No es la primera vez que el gobierno de la autodenominada Cuarta Transformación desacata órdenes judiciales. Desde la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, hemos sido testigos de una serie de enfrentamientos con el Poder Judicial, muchos de ellos motivados por una visión centralista del poder y una interpretación ideológica de la ley. Este patrón de confrontación pone en entredicho la imparcialidad y autonomía del sistema de justicia mexicano. La reforma al Poder Judicial, cuyo principal objetivo es modificar la estructura y funcionamiento de los órganos de justicia, ha sido objeto de controversia desde su aprobación.
En principio, las reformas que busquen mejorar la impartición de justicia y garantizar su independencia son bienvenidas. Sin embargo, cuando estas reformas son impulsadas de manera unilateral y sin el debido respeto a los procedimientos legales, se corre el riesgo de que la reforma misma se convierta en un mecanismo de control político. El hecho de que la presidenta Sheinbaum no solo ignore la suspensión judicial, sino que además busque denunciar a la jueza responsable de emitirla, es un acto de intimidación que no puede pasarse por alto.
En cualquier democracia funcional, el respeto a la división de poderes es sagrado. Atacar a un juez por cumplir con su deber es un intento de erosionar la independencia judicial y, por lo tanto, una amenaza directa al Estado de derecho. Lo que resulta más preocupante es que este tipo de conductas no solo tienen un impacto en las instituciones, sino que también afectan la vida diaria de los ciudadanos.
Cuando las decisiones judiciales son ignoradas, se abre la puerta para que los derechos fundamentales de las personas, como el acceso a una justicia imparcial, se vean gravemente vulnerados. Si el Poder Ejecutivo puede desobedecer a los jueces, ¿qué esperanza queda para los ciudadanos comunes que buscan justicia ante el abuso de poder?
El Poder Judicial no puede ser una pieza más en el tablero político. La función de los jueces y magistrados es garantizar que la ley se aplique de manera justa y equitativa, sin presiones ni intimidaciones por parte de los otros poderes. La independencia judicial no es un lujo; es una necesidad para garantizar que las instituciones democráticas funcionen correctamente.