En 2019, la creación de la Guardia Nacional fue presentada como una respuesta decisiva ante la crisis de seguridad en México. Se trataba de un cuerpo que, en palabras del presidente López Obrador, sería diferente: una institución con carácter civil, pero con la disciplina militar, comprometida con el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, cinco años después, las promesas iniciales parecen haberse desvanecido entre una creciente lista de quejas y denuncias.
Hasta la fecha, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) ha recibido 1,772 quejas relacionadas con la Guardia Nacional. Estas incluyen desde arrestos arbitrarios y tortura, hasta casos más graves como desapariciones forzadas y la privación de la vida. Entre los incidentes más trágicos está el de una joven menor de edad y embarazada, quien perdió la vida en 2022 en Jalisco tras un operativo en la carretera Zapotlanejo-Guadalajara. No fue un accidente aislado; es un símbolo del uso indebido de la fuerza que ha caracterizado a algunas de las actuaciones de esta corporación.
¿Qué pasó con la promesa de cambio? En lugar de representar un nuevo comienzo, los abusos de la Guardia Nacional evocan la misma narrativa de impunidad que acompañó a la extinta Policía Federal. Es cierto que la Guardia ha acumulado menos denuncias que su predecesora, pero este hecho no atenúa el dolor ni las injusticias que estas 1,772 quejas representan para las víctimas y sus familias.
El problema es más profundo. No se trata únicamente de una serie de incidentes aislados. La militarización de la seguridad pública —una estrategia que, según el presidente, terminaría en 2024— ha consolidado la participación de las Fuerzas Armadas en la vida cotidiana de los ciudadanos, generando un ambiente de desconfianza. Las Fuerzas Armadas, capacitadas para la guerra, no deberían estar encargadas de garantizar la seguridad interna. Este tipo de enfoque, lejos de resolver el problema de la violencia, parece estar normalizando el uso desproporcionado de la fuerza.
Los informes de la ONU y de otras organizaciones civiles apuntan a un patrón de abuso, en el que las detenciones arbitrarias y la tortura son parte de una lamentable rutina. El caso de los migrantes en Chiapas, donde elementos de la Guardia Nacional abrieron fuego contra un grupo de personas, dejando a un hombre muerto y varios heridos, no solo es una tragedia humanitaria, sino una mancha que expone la falta de responsabilidad de quienes deberían protegernos.
La defensa del gobierno ante estas críticas ha sido comparar los números: argumentan que, aunque altas, las quejas contra la Guardia Nacional son menos en comparación con los registros de la Policía Federal durante la administración de Calderón. Pero ¿es realmente un consuelo? ¿Acaso deberíamos medir la legitimidad de una institución por el número de violaciones que comete? La lógica de la menor cantidad de abusos no puede ser el estándar de éxito para una corporación creada con la promesa de respetar los derechos humanos.
Al final del día, las 1,772 quejas no son solo números. Son historias de dolor, vidas destrozadas y la clara evidencia de que México necesita repensar su enfoque hacia la seguridad pública. De lo contrario, los errores del pasado seguirán marcando el futuro del país.
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