Gerardo Fernández Noroña ya no es el mismo. El político de verbo encendido que enfrentaba a las élites y se decía defensor del pueblo, ha terminado convertido en lo que tanto criticó. No es una metáfora: su presencia en salas VIP de aeropuertos, sus viajes en clase premier a Francia, y su uso de camionetas de lujo contradicen abiertamente el discurso de austeridad que durante años enarboló con orgullo. Noroña, el insurgente, es ahora parte del poder. Y no cualquier poder, sino ese que privilegia el boato y reprime al que se atreve a incomodar.
El episodio del pasado 20 de septiembre en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México es muestra clara de ello. Aquel día, el abogado Carlos Velázquez de León Obregón le recriminó en la sala VIP de American Express por haberse “aburguesado”, y Noroña respondió con agresiones físicas y verbales. Lo que en otro tiempo habría sido materia de debate público, terminó convertido en un proceso judicial que culminó con una disculpa pública forzada en el Senado. Así, quien alguna vez defendió el derecho a la crítica ciudadana, hoy se ofende como potentado cuando se le confronta.
Lejos de pasar como un gesto de reconciliación, esa escena fue una advertencia: que nadie se atreva a cuestionar a Noroña o será expuesto, humillado y obligado a retractarse. La imagen del abogado pidiendo perdón frente al pleno, con tono sumiso, no sólo es un recordatorio del tamaño del poder que hoy ostenta el político, sino también del ego frágil que no admite contradicciones. Quien solía denunciar el autoritarismo con megáfono en mano, ahora lo practica con toga y curul.
Que no se confunda la defensa del respeto con el uso del poder para silenciar. Fernández Noroña ha sido mucho más grosero y violento con sus críticos en redes sociales y tribunas. Basta recordar su largo historial de insultos a periodistas, legisladores y ciudadanos. Pero ahora que él se siente agraviado, recurre a los tribunales, exige disculpas públicas y se victimiza. El doble rasero se vuelve regla cuando se pierde el contacto con la realidad.
Hay que decirlo con claridad: Noroña se ha convertido en una caricatura de sí mismo. En lugar de honrar su pasado combativo con congruencia, ha optado por los privilegios del cargo, el confort del poder y la represión de la crítica. Lo que antes habría sido una medalla —ser increpado por decir la verdad— hoy lo considera un agravio que debe castigarse.
El problema no es sólo Noroña, sino lo que representa. El poder corrompe cuando no hay límites, cuando no hay ciudadanía vigilante y cuando los contrapesos se diluyen. Y el poder absoluto —así sea en el Senado, en la Cámara o en una sala VIP— termina alejando a los políticos de la gente que los puso ahí. Noroña no es una excepción; es el síntoma de un sistema que premia la adulación y castiga la crítica.
Este episodio debería servir como advertencia para todos. La transformación de luchadores sociales en pequeños autócratas es un fenómeno común en las democracias que se debilitan. Cuando las convicciones se subordinan al ego, cuando el discurso se divorcia de la realidad, y cuando el poder se ejerce con soberbia, lo que queda es un cascarón de autoridad y una profunda decepción colectiva.
Noroña tiene mucho poder. Lo que no tiene, es la humildad para ejercerlo con congruencia. Y eso, para un político que alguna vez se dijo del pueblo, es una traición que pesa más que cualquier cachetada en un aeropuerto.