Gobernar implica tomar decisiones complejas y difíciles. Decidir es optar por un curso de acción; ponderar los “pros” y los “contras” para escoger uno, nunca perfecto, para alcanzar un propósito determinado. Gobernar, en clave democrática, supone también ser capaz de dar cuenta de las razones de las acciones y responder por sus consecuencias.
El diseño de la Guardia Nacional, cuyo debate aún no concluye, pues el Senado debe pronunciarse, es un ejemplo paradigmático de una decisión difícil. El problema lo conocemos bien: la crisis de seguridad que vive el país. Como una consecuencia, las fuerzas armadas realizan de facto funciones de seguridad pública sin un marco jurídico adecuado. Sabemos que no es factible retirarlas de inmediato, pero que prolongar la situación resulta insostenible. ¿Cómo salir de este impasse?
La solución propuesta por el presidente López Obrador es la creación de un nuevo cuerpo de seguridad, la Guardia Nacional. El debate se ha concentrado en su carácter militar y en las implicaciones que conlleva para el estado constitucional de derecho. El proyecto de reformas constitucionales lo denomina una institución civil, pero en su operación mantiene el carácter militar. Tengo la convicción que la guardia debería ser un cuerpo inequívocamente civil, al final del día equivalente a la Policía Federal, o bien una institución claramente de transición, con una duración determinada, mecanismos de fiscalización civiles independientes y técnicamente capaces, amén de que actúe en el contexto del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Con independencia de lo anterior, el punto es que estamos viendo solo una parte del problema de la seguridad pública. Resolverlo requiere de un conjunto de acciones articuladas. Hay que ir a las causas, pero estas acciones solo tendrán efecto en el largo plazo. En lo inmediato, hay que resolver el problema del despliegue de las fuerzas armadas mediante un marco jurídico de excepción y diseñar una transición hacia un régimen cabalmente civil que supone policías, fiscalías, tribunales y un sistema penitenciario que funcionen adecuadamente. Este es el reto, y donde la pieza de la Guardia Nacional no acaba de embonar.
Quizá desde la academia y la sociedad civil hemos centrado el debate en resistir la militarización por los enormes riesgos que vemos en esta ruta. Creo que, junto con ello, debemos subrayar la importancia de una política comprensiva que deje en claro cómo, cuándo y quién debe asumir la responsabilidad de reconstruir los sistemas federal y estatales de procuración e impartición de justicia. Si, como ha afirmado John Ackerman, “la Guardia Nacional constituye un paso claro y firme hacia la desmilitarización del país” (bit.ly/2U9j3bv), necesitamos entender con claridad cuáles son los mecanismos que permitirán este tránsito que, todos lo sabemos, no será para mañana.
* Director e investigador del CIDE
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