Reformar la justicia (2 de 5)

Ciudad de México /

En la última entrega de esta columna planteamos algunas consideraciones sobre una reforma judicial. Ahora revisaremos las modificaciones propuestas por el presidente López Obrador.

El punto de partida de su iniciativa es simple. La impunidad y la falta de justicia se deben a la ausencia de independencia y el distanciamiento de las autoridades judiciales federales con la sociedad. La reforma introduce mecanismos democráticos para permitir que los jueces respondan a la sociedad.

Este diagnóstico justifica las reformas constitucionales. En muy apretada síntesis implican la destitución de todos los jueces del país y su sustitución por otros electos mediante voto popular, la modificación de la integración y funcionamiento de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la desaparición de los Consejos de la Judicatura y la creación de Tribunales de Disciplina Judicial. Se trata de refundar al Poder Judicial que está, en palabras del Presidente, “completamente echado a perder”.

La legitimidad judicial se encuentra en la imparcialidad de los jueces que resuelven los conflictos mediante la aplicación de normas preexistentes. Sus decisiones son dicotómicas. Le dan a una parte la razón y se la niegan a otra. Quienes pierden pueden aceptar la sentencia porque saben que fue el resultado de la decisión de un juez sin interés en el resultado.

La independencia judicial es entonces la garantía de la imparcialidad, que se logra mediante una serie de medidas institucionales, como una carrera judicial basada en el mérito, una remuneración adecuada e incluso un sistema disciplinario que asegura los derechos de los presuntos responsables.

La elección de los jueces rompe esta lógica. Una elección supone una promesa de acción que vincula al elegido con los electores. La imparcialidad para juzgar se ve comprometida por el sesgo que introduce la competencia electoral. El juez deja de ser imparcial, pues se convierte en el garante de los intereses (legítimos) de sus electores. ¿Qué sucedería si los árbitros del futbol fueran electos? ¿Confiaríamos en su imparcialidad? La respuesta, me temo, es negativa. Vale lo mismo para los jueces. Más lejos aún, una elección judicial facilitaría que puedan ser capturados por los (ilegítimos) intereses fácticos, sean políticos, económicos o del crimen organizado. Y entonces los problemas se agravan pues la seguridad jurídica más básica se diluye.

Tres ideas finales. Uno, me hago cargo de que la independencia judicial hoy está lejos de ser una realidad. Dos, la elección de 6 mil 730 jueces y magistrados federales y estatales es una operación extraordinariamente compleja, costosa, que acabará con carreras y difícilmente permitiría una selección ciudadana informada. Tres, los ministros de la Corte no son jueces ordinarios y existen razones que obligan a diferenciarlos del resto. Sobre esta cuestión volveremos.


  • Sergio López Ayllón
  • Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores / Escribe cada 15 días (miércoles) su columna Entresijos del Derecho
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