Está claro que los programas sociales pretenden ser, en esencia, un acto de justicia. Es un intento gubernamental de equilibrar la balanza dispareja del sistema económico que permea en países como el nuestro. Para algunos de quienes detentan el poder, el ejercicio de estos esquemas raya en la caridad que les lava un poco la cara; pero para la mayoría de ellos es además un instrumento de coerción que les asegura el voto y simpatía perennes (aprobación, le llaman los mercaderes de la encuesta), elección tras elección.
Y aprenden a administrarlo, pues un peso de más puede orillar a su paupérrima clientela hacia la franja de los aspiracionistas que comienzan a exigir las condiciones para salir adelante con su propio esfuerzo. Y de ahí el siguiente paso es votar más libremente. ¡Ni lo mande Dios!
El sentido común debería hacer que esos apoyos se consoliden como un respaldo solidario, y provisional, mientras se remonta una situación económica adversa y se encuentra una oportunidad de progreso. Aunque ese es un mundo ideal porque, ya sabemos, esas oportunidades no llegan prácticamente nunca. Y mucho menos para algunos segmentos específicos, como los adultos mayores, por ejemplo.
Pero hay más grupos de los llamados vulnerables que requieren subvención. Súmele a las madres solteras, jóvenes (estudien o no), huérfanos… en fin. Pero ya metidos en esta necesaria lógica benefactora a costa del erario, lo cierto es que hay una franja que ha sido olvidada: los adultos, hombres y mujeres, de entre 40 y 60 años. Sin duda es aún una etapa productiva, pero gracias a la dinámica tecnológica, entre otros factores, en este grupo etario se está perdiendo el empleo con mayor frecuencia.
Se trata de padres y madres de quienes por lo general dependen familias enteras. Y no son jóvenes ni viejos para recibir una beca, tampoco son candidatos a una pensión. Las entidades financieras ya no los ven con buenos ojos para un crédito emprendedor y los potenciales empleadores, ahora más presionados por los recientes cambios legales en materia laboral, ya no los consideran muy rentables. Los seguros de desempleo en este país son un sueño guajiro. Están, en resumen, en el limbo socioeconómico.
Los gobiernos, urgidos de reinventar sus políticas para ya no acumular pasivos sociales, y de cambiar esquemas gastados que les han restado credibilidad ¿voltearán la vista a los “chavorrucos” y tendrán la creatividad para generarles alternativas?