Nunca me pareció tan espeso y triste el parque Gandhi. Varios perros corren al lado de personas enfundadas en ropa deportiva, algunos llevan bufandas, abrigos estorbosos que lucen fuera del lugar. Vapor, el ruido húmedo de las hojas, una discreta capa de neblina, mis lágrimas. Es tiempo de hacerlo. Algunos guaruras vigilan de lejos, otros van corriendo a la par de su amo, ni siquiera los perros de esas personas obedecen como ellos; se dispersan oliendo, distraídos brincan de aquí para allá, no responden al grito de su “dueño”. Un hermoso gran danés me saluda, lame mis manos, después me brinca casi derribándome, ahora está lamiendo mis lágrimas, huele mi maleta.
Una señora fit muy asustada grita su nombre varias veces, ¿les parezco sospechosa? No obedece, lo tomo del collar con delicadeza, me acercó caminando hacia ella, el hombre que está contratado para matarte si te acercas demasiado mete la mano al abrigo, alzo las manos, me río. Ellos ríen, se miran, son un par de bobos, ¿qué pasaría si llevo un Smith & Wesson oculto en mi chamarra y después de reír hago un movimiento rápido para apuntarles? Me doy la media vuelta.
A veces creo que vivo demasiado tiempo en mi vida literaria. Es triste que el rico viva con miedo, es tan triste como alguien aterrado en algún camión rumbo a Xochimilco en día de quincena, las dos escenas son tristes. La diferencia es abismal: para el rico el temor no es el asalto, pueden comprar lo que les quiten el mismo día, para los otros el temor sí es perder dinero, aunque en este país actualmente te secuestran, aunque no seas rico. La sombra del secuestro y la desaparición forzada es más grande que hace 10 años.
Mientras cruzo el parque hasta el extremo de Rubén Darío y Reforma, me pregunto si el Mochaorejas tendrá cena de Año Nuevo. Daniel Arizmendi empezó robando autos en Estado de México, después aquí en la ciudad, del robo saltó al secuestro con la compañía de dos colegas hampones de Sinaloa, de los que sospechan, aprendió su crueldad.
Nació en Morelos, muy niño sus padres y su familia se afincaron en el DF, Iztapalapa, Calle Seis de la colonia San Juan Pantitlán, ¿crees que tu historia personal no te determina y que no importa de dónde vienes, ni los motivos que te transforman o te revelan esa condición criminal que difícilmente puedes evadir cuando está sembrado un rencor ancestral en tu cabeza? en este caso y tantos, sí que importa de dónde salió.
Un padre golpeador, alcohólico, una madre sumisa que terminó por abandonarlos una vez separada del padre, golpeado hasta el hartazgo por él a la par que sus hermanos. Un niño de orejas grandes, resentido, poco sociable. Mutilar la oreja de una persona con tijeras de pollero y después ponerla en una caja, bolsa o frasco de Gerber, no le parecía áspero ni violento.
Aunque tratemos de ver con ojos cursis la cultura de un barrio violento, sabemos que solo los que hacen vida social lejos de ahí, sobreviven. Los que no pueden huir, se convierten en lo que les rodea. Su familia se trasladó a Neza, municipio instalado en una franja feminicida y criminal, jamás pudo salir de su cabeza, ¿su idea de “lujo”? Una casa en Cuernavaca, pese al negocio millonario que operó durante años.
Daniel Arizmendi, el Mochaorejas, se casó con una mujer con más estudios que él, años más tarde la golpeó infinitamente. Alcohólico e incapaz de dar afecto a sus hijos. Se convirtió en su padre, a eso llamo espejo. Fue policía judicial dos meses, entró ahí gracias al suegro de su hermano Aurelio —agente de investigación de autos robados en Estado de México—, un día conoce a un tipo en los separos, le dijo cómo robaba autos, aprendió. Tomaría muchas páginas detallar cómo fue su ascenso criminal.
Está a punto de acabar una década más, pienso en ella mientras espero un taxi que me lleve cerca de dónde inició todo. Un tipo de criminal se vincula con objetos, no con personas, los objetos pueden despertar el más tierno amor o placer en criminales complejos. Arizmendi, sin duda, tiene literatura en su historia, amaba su Shadow, le gustaba la velocidad, dicen que nunca sintió amor por ninguna persona, para él eran negocios, utilidades, piezas, no despertaban ningún sentimiento de empatía que lo conectara con ellas. Sentía amor por sus armas, autos, casas, su Virgen de Guadalupe, dinero y la cocaína que aspiraba hasta el fondo de la noche en la que amanecía bebiendo solo, escuchando música.
Pienso en un caso en particular: Raúl Nava Ricaño, asesinado por el Mochaorejas, él y su banda criminal burlaron hasta al procurador de justicia de aquella época, ¿qué pasó realmente? Dudo que nos enteremos.
Sin duda hace frío, tan dentro que se ha metido el invierno en mi plexo, mi estado permanente es el de una casa en la que no existe el Sol, con las cortinas cerradas, sin visitas. Hace semanas que vivo de noche otra vez, que apenas duermo, la fiebre de mis fantasmas me derrota.
Tú estás ahora en París, me pediste que te acompañara hace una semana. La noche es densa en el tramo de Rubén Darío, Reforma y el Bosque de Chapultepec. El taxi llega, la maleta no pesa, las ruedas lo hacen más fácil todo. Dentro, te saco para mirarte una vez más, brillas aunque en ti escribí una novela que habla de odio, perdóname, no pude escribir una novela de amor.
Tirar una máquina de escribir a un barranco o estrellarse con ella dentro de un Mustang 78 es mejor que suicidarse en Año Nuevo. No firmes tu epitafio en lunes, es el día más sagrado para beber. Subimos por las calles de las Lomas, cerca de la ex deteriorada barranca de Barrilaco, ahí nos besamos por última vez. Le pido al conductor que se detenga, salgo contigo en brazos. Te levanto en el aire, eres una impecable Remington Ipanema, adiós. No me apego a ningún objeto. Mi vida en los últimos 10 años: desbarrancadero. Desapareces entre las sombras, el ruido de tu cuerpo metálico me recuerda que debo continuar una vez más.
* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)