En la energía inusitada que se siente en todas las regiones del mundo por dividir a las sociedades por razones políticas, es cada vez más claro el uso de lenguajes simplificados que cercan y condicionan a los electores a adoptar las ideas de una facción por la primera impresión.
Los especialistas en propaganda política lo llaman “simplificar el discurso”. Y lo plantan en dos vías: el discurso propio, es decir la idea que el candidato o partido quiere difundir para que con ella sean identificados y el estigma que quieren imponer al adversario.
Sobre el adversario logran con frecuencia el mayor de sus éxitos. En la simplificación es más fácil destacar cualquier aspecto negativo que armar tesis favorables. Se adhiere más rápido un apodo que cualquier eminencia. Eventualmente surgen chispazos de imaginación y se acuña nuevas frases, pero de antemano ya existen los motes de “conservador”, “liberal” o “neoliberal”, “verdes”, “ultras” y solo esperan el momento adecuado para aplicarlos según convenga.
La simplificación es una desgracia porque se pierden los matices que todo partido tiene y que la misma sociedad alberga. En realidad la mayoría de los partidos tienen más semejanza que diferencias. Recientemente en España se hizo el ejercicio de comparación en la redacción de los documentos fundacionales de los partidos Podemos y Vox y hallaron coincidencias en el 80 por ciento de los textos. Pero en el combate político diario Podemos “defiende a los vagos” y Vox “a los obispos”. En medio de los vagos y los obispos se encuentra ciudadanos de todo tipo de condición a quienes, efectivamente los partidos deben representar y hablar por ellos. Ni todo es blanco ni todo es negro.
Tomás Cano Montúfar