Se ha empezado a asumir la lucha feminista como un estilo: adoptando una forma de vestir, un vocabulario, cierto uso de emblemas como el pañuelo verde o el color morado, como si fuera un membrete o una insignia. Está bien, de alguna forma, porque quizá así el feminismo se difunde y llega a más mujeres, sobre todo a las más jóvenes y a quienes carecen de acceso a circuitos de discusión más profundos, pero de menor difusión. Sin embargo, el reverso de esa divulgación es el riesgo de despolitizar la lucha feminista y convertirla en insignia pop, bloqueando su avance y democratización.
Convertir el feminismo en un estilo de vida, haciendo hincapié en su identidad estética y contenidos de autocuidado, implica el riesgo de adaptarlo a nuestra vida en lugar de cuestionar cómo nos conducimos en ella, el fondo de la dominación patriarcal, el sexismo, la clase, el racismo y otras formas cotidianas de opresión; adherirlo a nuestras vidas sin asumir los cambios que su crítica conlleva equivale a retirar su carácter amenazador del estado de cosas. Como se ha mostrado en los últimos tiempos, mujeres de todos los partidos –incluso algunas panistas— son capaces de portar ciertas insignias sin reivindicar feminismo alguno, sin luchar por la despenalización del aborto que reivindican todos los feminismos, sin asumir los costos políticos, y particularmente electorales, que implicaría posicionarse en contra de los valores conservadores.
Para algunas mujeres que se dedican profesionalmente a la política ha resultado un escenario perfecto. Mientras usufructúan el movimiento, las cuotas de género, la centralidad de las mujeres y revindican que “¡necesitamos mujeres en la política, en espacios de toma de decisiones!”, dejan las tareas de combate a las violencias, de impulso de la despenalización del aborto a quienes hacemos activismo feminista sin cobijo del estado ni visibilidad mediática, sin recursos que sí tienen burócratas y políticas profesionales. En ello hay injusticia y deslealtad: muchas veces, quienes ocupan espacios en organismos nacionales, internacionales o en organizaciones bien posicionadas de la sociedad civil, recopilan, tratan o contratan a organizaciones feministas de base sin que se abran canales de ascenso o reconocimiento para feministas de abajo.
Esto tiene su explicación. La lucha por los derechos de las mujeres ha hecho visible la necesidad de que las mujeres estemos en espacios de toma de decisiones, de análisis, al frente de secretarías, instituciones, espacios de debate y la vida política. Pero quienes siguen accediendo a esos espacios, en su mayoría, son mujeres privilegiadas provenientes de la academia, preferentemente de universidades de renombre (si son extranjeras mejor), mayoritariamente blancas que han optado por el feminismo pop o la pose feminista, con poco contenido fuertemente político. Conocedoras de los conceptos, a menudo desconocen una multiplicidad de aristas de las experiencias de opresión que nunca han habitado.
No se puede asumir que necesitamos mujeres en el poder como si eso bastara para reposicionar demandas feministas. Necesitamos políticas feministas menos permeables, por su conveniencia política, al convencimiento inmediato del cómodo sitio de la individualidad, olvidando que, si llegaron a un espacio de poder, aun si fue por una cuota, esto se debe a una lucha que les antecede, con banderas y demandas muy claras, empujadas por organizaciones feministas menos visibles para el fem set del debate público.