Los últimos meses he estado conversado con compañeras feministas que hacen activismo desde colonias populares, comunidades indígenas, rurales. Compañeras que construyen organización desde la periferia en estados como Sonora, Chihuahua, Coahuila, Querétaro, Quintana Roo, Chiapas, Guerrero, Tamaulipas, Oaxaca, Baja California Sur, lo que desde el centro del país suelen llamar provincia. Muchas de nosotras –me atrevo a decir que todas— coincidimos en que el feminismo está centralizado: la agenda, el debate, las discusiones, el vocabulario, todo sale del centro, como si los esfuerzos de la mayor parte del país fueran invisibles.
Algo tienen que ver las redes, ese espacio al que no todas tienen acceso, pero moldea la opinión pública y marca la agenda. La mayoría de las discusiones que allí tienen lugar, provienen de un debate elitista, surgido de la conversación académica, de la revisión y simplificación (a veces directamente tergiversación) de las teóricas feministas. El debate, entonces, gira en torno a quién tiene la mejor interpretación, quién es más radical, y el deber ser de las feministas –mientras las problemáticas concretas de las mujeres a veces quedan de lado. En algunas cosas recuerda a la izquierda comunista del siglo XX.
Fiscalizarnos, desacreditarnos y escracharnos entre nosotras no es anodino. Las mujeres que empiezan a acercarse al movimiento feminista observan y se abruman, no se suman. Observan de lejitos un movimiento que no las interpela, que no les habla a ellas ni a sus realidades. Por ello, muchas de nosotras hemos caído en el ostracismo: dialogamos sólo con compañeras que consideramos de plena confianza y optamos por no participar en estos debates, ya sea por desgana o por miedo a ser tachadas de malas feministas, de ignorantes.
En vez de construir este movimiento desde las coincidencias, hemos permitido que un discurso académico y elitista en el que no todas se sienten con la capacidad de participar, o no quieren hacerlo, nos divida. Hace falta acercar la teoría a las realidades que nos atraviesan a quienes hacemos feminismo desde la periferia, desde abajo. Para quienes estamos dispersas en el resto del país es muy fácil sumarnos a las iniciativas y suscribir la agenda feminista que sale del centro del país, pero cuando se trata de que desde el centro se sumen a las nuestras, eso no sucede.
Siendo México tantas realidades, la agenda feminista no es y no puede ser la misma. Nuestros dolores se sitúan en otros espacios, en otros tiempos, son otros. Intentamos desde ellos hacer política feminista en sitios, donde, de por sí, la participación política es baja, y el apoderamiento de las mujeres enfrenta más prejuicios y obstáculos materiales e intelectuales; muchos de nuestros esfuerzos e iniciativas se estancan porque no contamos con recursos ni capital social para proyectarlos de otras formas.
Es preciso, además de revisar la teoría, hablar, escucharnos, acompañarnos. El feminismo difícilmente triunfará si no se mantiene masivo y difícilmente lo hará si no construye su agenda de abajo para arriba, explicando dolores y convirtiéndolos en demandas, es decir, si no se convierte en un feminismo popular. Mientras en redes debatimos sobre sí Ángela Davis es lo suficientemente radical entre las radicales, allá afuera hay mujeres siendo asesinadas en el anonimato, compañeras trabajadoras del hogar sin seguridad social. Mientras discernimos nuestros conceptos, mientras arde feministlán, la violencia no nos perdona.