México acumula más de ciento treinta mil personas desaparecidas y un Estado que, pese a comisiones, leyes y discursos, no busca con eficacia.
Frente a esa doble evidencia (la ausencia y la falla) emergieron colectivos como el Grupo VI.D.A. en La Laguna.
Su práctica muestra algo decisivo: la búsqueda de personas desparecidas no es un gesto episódico, sino una acción continua que desborda las temporalidades estatales, incluida la pasada pandemia.
Durante el confinamiento el gobierno suspendió funciones bajo el argumento sanitario.
Se detuvieron formalmente búsquedas en campo, rituales y protestas.
Pero el colectivo no cesó: reconfiguró tácticas (profundizó expedientes, intensificó redes, vigiló a autoridades, exploró reportes) y, cuando se relajaron las restricciones, logró reactivar operativos donde volvieron a recuperar restos.
La pandemia alteró ritmos, no dirección.
Por ello es insuficiente narrar la búsqueda en clave de “antes-durante-después” de una coyuntura.
Esa periodización, dictada por el propio Estado, reduce la potencia política de la búsqueda al marco administrativo de la contingencia.
Las buscadoras ya articulaban memoria, denuncia y excavación antes del Covid-19 y lo siguieron haciendo durante y después con la misma orientación: no subordinarse al tiempo estatal.
Las buscadoras rehúsan delegar la responsabilidad de encontrar a sus familiares en un aparato que administra la impunidad.
No esperan el “momento adecuado” del expediente, ni el fin de una crisis, ni la validación institucional.
La búsqueda es un acto sostenido de autodeterminación frente a un orden que posterga y diluye.
Nombrar esa continuidad es decir lo esencial: contra el olvido administrado, las buscadoras producen tiempo político.
Donde el Estado pausa, ellas reanudan; donde modula, insisten.
Esa discrepancia (no retórica sino práctica) es hoy una de las pocas fuerzas en México que interrumpe la normalidad de la impunidad.
¡Hasta encontrarles a todes!
walter.salazar@iberotorreon.mx