“No lo digo por ti, pero el problema con ustedes los homosexuales es que solo piensan en sexo, ¿no?”, fue lo que me dijo el esposo de una de las primas de mi madre. Lo recuerdo perfecto: domingo de pozole, a propósito de la primera comunión de algún primogénito en Azcapotzalco. Curiosamente, ese esposo de bigote incrustado en dos cachetes no dejaba de hablar de lo descomunal que eran las tetas de las edecanes de “La Hora Pico”, el show de televisión noventero donde los guiones en su totalidad consistían en tropos de doble sentido que disimulaban cargas y cargas de deseo sexual. Por lo que entiendo llevaba la contaduría de la producción de ese programa o algo así. Soltaba esa clase de descripciones en las jetas de su esposa, a la que no le queda de otra más que reírse a medias mientras le preparaba la siguiente cuba de Bacardí con cola, disimulando que el tamaño de sus senos le valían madre, aunque no evitaba autoexplorarse con la mirada. El esposo era el clásico hombre casado al que se le iba la vida en farolear su imagen de clase media recatada. Proveedor que tenía la maniática costumbre de sacarle brillo a las tarjetas de crédito de tiendas departamentales y presumía sus vacaciones en Cancún, aunque todos sabíamos de sus violentos ataques contra la prima de mi madre en lo privado de su habitación.
Por si fuera poco tuvo los huevos o la peda suficiente, para decirme que los homosexuales nos reproducimos de un modo tan, pues, peligroso, que por eso nos daba sida.
Pues bien, los homosexuales no nos reproducimos. Al menos no cisgenéricamente según la insistencia posmodernista. Eso es la mejor parte de ser gay y precisamente lo que al pacto social buga le repugna. El temor que se inculca en los catecismos a quienes se preparan para la primera comunión y la principal razón por la que nos condena la Iglesia católica sin posibilidad de salvación que por cierto nunca pedí. Así que en efecto, la Iglesia católica se mete con nosotros cada que puede y tiene la oportunidad de demostrar su influencia en la sociedad temerosa del escarnio y de sus propios deseos carnales.
Por aquel post colgado desde España que reclamaba: si la Iglesia no se metía con nosotros, porque nosotros, irrespetuosos sodomitas, nos atrevíamos a parodiar la imagen de Jesucristo. Refiriéndose al hombre que en la reciente marcha del orgullo de la Ciudad de México representó al hombre de Nazaret cargando una cruz en tacones, maquillaje, billet y pestañas postizas.
Si bien no es la primera vez que alguien se mete con él –la personificación del Cristo en Drag no es nada en comparación con los iconoclastas reclamos de Patti Smith, Bad Religion o Christian Death en muchas de sus problemáticas canciones– el escándalo prendió la mecha sobre hilos de pólvora conservadora que cruzó fronteras.
No sorprende los reclamos heterosexuales de España o la de una señora atacada en suéter de cuello de tortuga con un Garfield gigante en los Ozarks de Missouri diciendo que los gays mexicanos éramos asquerosos. Pero que homosexuales pusieran el grito en el cielo deslindándose del Cristo Drag porque no los representaba me pareció intrigante. Sobre todo porque no fueron pocos y de esos, la mayoría parecían ser jóvenes. Como soldados de primer ingreso a un regimiento abiertamente gay histérico por colocarse por voluntad propia un grillete conservador. Sus razones tenían que ver con una ajustada mezcla de respetabilidad genérica y un orgullo basado en la contención sexual como virtud cívica. Por alguna perversa razón decían sentirse orgullosos de ser homosexuales que reservaban el deseo en el ámbito de lo privado. Porque también estaban convencidos que la desnudez masculina en las marchas del orgullo los avergonzaba y enojaba por todo el daño que podía causar en los niños.
No obstante aquellos que lapidaron a esta nueva generación de homosexuales conservadores escandalizados por el Cristo en Drag desde la izquierda, también creen que hombres desnudos o vestidos con prendas pornográficas puede trastornar a los hijos adoptivos de las parejas compuestas por dos hombres. Como dije, la fotografía de la perfecta blasfemia cruzó fronteras. Llegando a San Francisco, donde el comité organizador de la marcha del orgullo de la capital gay del mundo puso a discusión la pertinencia del contingente leather por aquello de que su actitud parece ser incompatible con la inanidad de aquellas parejas compuestas por hombres que llevan a sus hijos a la marcha del orgullo como si éste fuera un desfile de Disney.
Cuando salimos del clóset no solo asumimos una homosexualidad inevitable en estereotipos. Con la libertad que supone el no fingir una socialización buga, también manifestamos tácitamente que nuestra sexualidad no es diagrama de Venn compuesto de banderas de arcoíris e inofensivos y consumistas lugares comunes como el comercial de una aerolínea.
Y aunque los extremos se aborrezcan desde una postura irreconciliable, lo cierto es que en ambos casos, quienes se avergonzaban o aquellos que defendieron al Cristo en Drag, brota una pulsión por esconder la carne sexual y mantener la imagen, el bordado de la percepción como una prioridad de sobrevivencia. Nada más conservador que sacarle el brillo a la postura sin importar el espectro ideológico con destellos que opacan nuestra crudeza. Nuestra disidencia. Como el esposo de la prima de mi madre.