Dos hombres, sin camisa y un bebé

Monterrey /

Lo sé.

Cientos de columnas obsesionadas con dinamitar los cimientos del matrimonio gay.

Y heme aquí, casi dos años de casamiento que, debo decirlo, no dejan de ser una agradable y desmadrosa sorpresa.

En algunos aspectos he corroborado mis sospechas. Por ejemplo, las dinámicas conyugales sin duda fueron diseñadas por bugas resignados a la sobrevivencia, que hasta mi abuela tenía razón: el primer año es una prueba de voluntad y resistencia tan intensa como cualquier episodio de “Fear Factor” o esas casillas que te dejaban sin respirar de “El Gran Juego de la Oca” en su primera temporada. Repito, soy viejo. Sobrevivir al primer año es una prueba superada en la que la solidaridad en complicidad es un entrañable trofeo.

Es divertido ponerse la bata blanca antes de empezar a cazar mitos sobre el matrimonio. O mejor dicho, dinamitar los mitos del matrimonio gay. Es una mentira infame y descomunal eso de que en los hogares gays los deportes están excluidos a toda costa. En este hogar los deportes se ven y se sudan con la misma intensidad que el porno gay. Nuestras broncas a veces se parecen a las que suceden entre hinchas de distintos países en las gradas de un partido de la Eurocopa: Jim apoya a España, yo a Inglaterra. A Jim le caga Inglaterra por culpa de Hugh Grant.

Otra sospecha comprobada es que es imposible que un matrimonio funcione sin reglas. Nosotros acordamos algunas: evitar que la casa esté decorada con la misma pulcritud aséptica que en un pasillo de Ikea. El hogar es para disfrutar de cada rincón, no para andar faroleando. Preferimos gastar en libros y viniles de Iggy Pop y Detroit Techno que en muebles bonitos. Muy importante: jamás, por ningún motivo, vestirnos iguales. Nada más empalagoso que esas parejas con las mismas playeras y hoodies. Lo hicimos una vez, cuando fuimos a la boda de uno de los amigos de Jim, pero aquello fue tan divertido como disfrazarse para Halloween, que aquí en EU es cosa seria. Mejor tener sexo en el parque para demostrarle nuestro amor al mundo. Otra regla: de preferencia no compartir los fuckbuddies. Gays liosos hay en todos lados y San Francisco, por muy sofisticado que sea, no es la excepción; es un rancho, exactamente del mismo tamaño que Torreón, Coahuila. Es un matrimonio abierto; nos damos encerronas con los vecinos de al lado; Jim tiene sus amigos con derechos con los que se ve desde hace más de dos décadas y yo estoy haciendo mi lucha de a poco.

No es un matrimonio perfecto. Tener una devoción por Bukowski y el alcohol más una ciudad como San Francisco ayudan a relajar la tensión cuando las bajadas aparecen. Pero los pleitos son inevitables. Entre homosexuales las pasiones se impacientan como la pólvora. El drama es una tentación a la mano como la botella de poppers Toro sobre el buró de la cama.

Algo tenemos claro: tener hijos es una posibilidad totalmente excluida.

Hace un par de semanas, una fotografía prendió las alarmas morales en las redes sociales: dos hombres aparecían desnudos del torso. Uno de ellos al borde de la cama. El otro, recostado, abrazando a un bebé recién nacido a la altura del pecho. La escena pretendía recrear el típico retrato de una pareja heterosexual después del parto, pero ahora con homosexuales convertidos en padres homoparentales.

Los usuarios se atragantaron con su propio vómito de indignación y solidaridad a partes iguales. Quienes veían la imagen como una aberración, entre ellas la senadora que daba noticias. Otros solo veían a un bebé rodeado de amor, con un futuro prometedor a la vista, como el comentarista deportivo. Como siempre, tratándonos a los homosexuales como bugas discapacitados hasta para defendernos con nuestros propios puños.

Aquella foto era un desastre de mal gusto por su exhibicionismo de rendición ante el conservadurismo. Nada más anticuado que gays reproduciendo la noción del linaje, la preservación de la sangre, la dinastía, la herencia, toda esa escudería que arrincona a la familia, la somete a dinámicas de tiranía y que, a la derecha, le encanta amplificar disfrazada de valores que dan estabilidad social. Misma estabilidad de los defensores de la fotografía de hombres sin camisa y de un bebé, que argumentan que, cientos de estudios científicos demuestran que una familia compuesta por dos padres no influye en absoluto en la orientación sexual de los hijos. Como siempre, compitiendo en esa inútil carrera por demostrar que los gays podemos ser mejores heteros que los heteros.

Pero si influyera, ¿cuál es el problema?

El resurgimiento fanático de la derecha en muchos estados del planeta está anclado en una dura nostalgia por los viejos tiempos en los que la tradición reprimía y repartía roles. Negando y castigando cualquier posibilidad fuera de la heteronorma. Y a esa derecha se suman aquellas parejas homoparentales que insisten en asegurar que sus hijos serán bugas porque así lo dicen los estudios científicos.

Sigo pensando en los peligrosos aforismos de Cioran, en donde se atreve a conjeturar que no hay peor atentado a la moralidad que ser padre. Y tanto Jim como yo somos deliciosamente irresponsables como para aventurarnos en el experimento de criar a un pequeño ser humano. Esa es nuestra estabilidad. Y nuestra resistencia.


  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.

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