Era como ver uno de esos documentales de la National Geographic en la que se muestra el apareamiento de tigres en medio de la selva.
En este caso la selva era de asfalto y los tigres pertenecían a una raza antropomorfa de peluches en colores azul y púrpura lisérgicos con arneses de cuero y calcetas deportivas inseminándose por turnos frente al legendario taller mecánico de muros blanco con rojo cereza al ras del suelo y sus letras chinas. Uno de ellos, el de azul en el mismo tono que los algodones de azúcar terminó orinándose de la excitación.
Frente a ellos, un trío de homosexuales de la vieja escuela con viejos y agrietados chalecos y chaps de cuero por las que se asomaban unas nalgas morenas de brillosas y salpicadas de canas en el mismo tono que sus entradas de las sienes, hidrataban con su propio fluido acuoso, amarillento y de un tibio electrizante un hombre un tanto menor que ellos, como en sus primeros 40 años, arrodillado en medio de ese círculo de pelvis cuadradas y sudorosas.
¡No te la acabes! Dijo el hombre postrado. Rescató un vaso de plástico no muy lejos de sus rodillas y de las puntas de las botas mineras de los hombres que habían agotado hasta la última gota de orina. Excepto de uno quien hizo un notable esfuerzo por llenarle el vaso de plástico. Se levantó emprendiendo los cuatro su camino al escenario del DJ.
Espera: ¿le está dando tragos al vaso lleno de meados? ¡Que maldito asco! Y luego están aterrorizados de que Trump pueda ganar la presidencia…
Dijo el amigo de mi amigo australiano que había volado algo así como 15 horas desde Sídney para ser parte de los aproximadamente 2500000 a la Folsom Street Fair según datos del Distrito de preservación de la cultura leather de San Francisco, organizadores del evento. La mitad de ellos o más provenientes de distintas ciudades del mundo. Como mis amigos Víctor, Omar y Juan Pablo que viajaron desde la Ciudad de México para experimentar la conquista hardcore del espacio público del South Market.
No le hagas caso. Lo que pasa es que está acostumbrado a ser la princesa de los clubes de Sídney. Aquí es un Don Nadie al que nadie le ha dado ni meados ni cachetadas ni nada. Yo no sé qué estaba pensando cuando lo invité.
Me susurró mi amigo australiano. Lo conocí en esta misma feria exactamente diez años antes. Reconoció mi camiseta sin mangas de Midnight Oil. Me dijo que un tío suyo era amigo del calvo Peter Garret y empezamos hablar de rock australiano, hombres y hombres en Folsom y sin darnos cuenta ya estábamos dando un espectáculo porno justo en la parte del muro que dividía una bodega con la cortina atada al suelo por un candado y una iglesia de colores lechosos. Es sobrecargo o asistente de vuelo mejor dicho. Cuando le toca volar a la Ciudad de México me suele mandar mensajes sucios. No lo veía desde el año previo a la pandemia.
Sentí una mano sobre la bragueta. El australiano empezaba a bajarme el zíper con un impulso ponzoñoso. Como prendiéndole un cerillo a la bilis de su amigo para que este terminara de escupir ácido y fuego del coraje. Estaba rojo del calor y la frustración. Entre jotos podemos despedazarnos, pero jamás nos haremos daño, pensé. No había necesidad de echarle en cara al pobre güey que iba quintito por la feria. Aunque es difícil no excitarse en medio de toda esa multitud humana escupiendo lujuria hasta por las orejas como ollas exprés en dos piernas.
Pero el amigo de mi amigo australiano tenía un punto. En los últimos años, la feria de sadomasoquismo y prácticas sexuales exhibicionistas que sucede los últimos domingos de septiembre desde 1984 se ha enfrentado a las olas de conservadurismo aumentadas desde la llegada de Donald Trump a la presidencia. Republicanos de otras regiones de Norteamérica utilizan las imágenes de la feria que circulan en tiempo real por las redes sociales para advertir que de votar por Kamala Harris, USA corre el peligro de convertirse en un eterno Folsom Street Fair con mujeres suspendidas de cuerdas y hombres dándose nalgadas entre ellos. Harris fue fiscal del Distrito de San Francisco en 2003. El pánico al sexo fuera de la habitación de la doble moral tapizada de tabúes es quizás el motivo más férreo que tienta a muchos republicanos y demócratas flácidos a considerar un voto por Donald Trump con tal de poner fin a tanto degenere.
Pero la nostalgia por una sociedad entregada religiosamente a los valores blancos y evangélicos no es la única amenaza de la feria. La gentrificación ha llevado a que la calle de Folsom, otrora barrio industrial de rentas accesibles, se convierta en un sofisticado y costosísimo vecindario de apartamentos como cubos de aluminio yuxtapuestos uno sobre otro cuyos dueños, empleados muchos de ellos de los consorcios digitales de Silicon Valley, Cupertino o Palo Alto (a 45 minutos de San Francisco) no quieren que su vista se vea perturbada por tres cincuentones canosos meando a un cabrón a punto de cumplir 40 años multiplicado por miles. Argumentan que no es un espectáculo familiar. Sobre las ventanas cuelgan banderas apoyando la fórmula Harris-Walz, pero sur argumentos contra la Folsom Street Fair son como las de cualquier republicano que se masturba a escondidas con una foto de Jessica Simpson.
Los defensores de Folsom son directos: si nos les gusta pueden largarse a una aburrida zona residencial apta para todo público. Quieren ser parte de la libertad y pretensión alternativa que caracteriza a San Francisco, pero sin cometer cualquier pecado que pueda costarles una vida eterna en el infierno privado de sus distintas religiones. Pero la corrección política que se ha apoderado de la Bay Area les impide por voluntad propia defender de las muy pocas venas que mantienen a San Francisco como una ciudad auténticamente contracultural.
En nuestro camino a la Cumunion party, vi a un hombre de silla de ruedas hacerle sexo oral a la pesada herramienta de un reconocido pornstar. La escena me conmovió casi a punto de llorar. Eso era la Folsom Street Fair. Esos eran los valores que no deben perderse.