Una lavadora haciendo ruido: 30 años del “Washing machine”

Monterrey /

¿Por qué tengo tatuada la lavadora de Sonic Youth?

Sencillo: es uno de los diseños más fáciles de trasladar a la piel sin margen de error. En algún momento pensé en rayarme la portada del “Goo”, pero el tatuador le intimidó el diseño de Raymond Pettibon, “si la cago, no me lo perdonaría nunca… ni tú tampoco”.

Entonces recordé la lavadora.

Tatuaje Washing Machine


Antes del “Washing machine”, Sonic Youth era una banda que deconstruía el punk, el postpunk, y cualquier noción de rock mediante escalas atonales y poesía siniestra. Hasta en el “Dream nation”, sus canciones estaban profundamente obsesionadas con los impulsos ocultos de la sociedad americana, escondidos en mitos fundacionales, patriotismo errático y un consumismo salvaje que vende fantasías de emociones humanas y estabilidad. Por supuesto, eran años de disrupción estudiantil, con toda la presuntuosa inocencia que eso implica. Sus coqueteos criminales, como aquella camiseta en la que a través de un anuncio en el periódico solicitaban contratar a un asesino serial que después incorporarían como personaje existencialista recurrente en sus letras y booklets, tienden a la provocación típica de un mozalbete sabiondo. Pero aquello era la gran seducción que siguió vigente hasta su último disco: hormonas que desatan confusiones para materializarse en capas de ruido, “Teenage riot” es el mejor ejemplo.

Luego vino “Goo”, el álbum con el que los conocí por primera vez gracias al video de “Dirty boots” que una pantalla gigante del Sears transmitió sin querer. Jamás podré sacarme de la cabeza esos coros estrellándose en resortes de distorsión. Es el disco perfecto para iniciarse en las guitarras de los Sonic, urbano, sudoroso, hipersexualizado, electrizante, furiosamente adolescente, suicida y accesible. Ver porno gay al mismo tiempo que le subía el volumen al “Goo” fue la mejor forma de perder la inocencia, justo como el track de “Cinderella’s big score”. Te lo vendían como un antecedente grunge, pero la verdad es que tenía una textura más contraída.

La insinuación erótica y sutilmente pervertida del “Dirty”, con la foto de una escultura tejida del artista Mike Kelley, me enseñó el desdoblamiento de la banda al arte contemporáneo. Rastreando entrevistas en fanzines y revistas como la “Spin” o “Paper” que llegaban a la Tower Records de la Zona Rosa, descubrí que, en realidad, los Sonic provenían del mundo del arte neoyorquino de principios de los ochenta y que muchas de sus melodías componían un montaje de inquietudes y búsquedas artísticas. A veces, sus canciones pueden entenderse como performances, happenings sonoros atravesados de pronto por un verso o un estribillo.

Entonces llegó “Washing machine”, un año después de la muerte del grunge. Parecía que el rock jamás se repondría del chingadazo que supuso el suicidio de Kurt Cobain.

Washing Machine


“Washing machine” es la insistencia después de la muerte. Un electrodoméstico que representa la obstinación de la banda con sus propias fijaciones. Muchos los describieron en su momento como una especie de regreso a sus orígenes, pero la verdad es que nunca habían sonado tan dilatados. En realidad, los Sonic nunca se repitieron a lo largo de su discografía. O, al menos, nunca buscaron repetir los impactos.

Se grabó en Memphis como resistencia al estandarte del rock star, pero también como estimulante de sus obsesiones por olfatear en los agujeros de la cultura estadunidense por donde cuelan los miedos, las paranoias, las insatisfacciones y frustraciones de la rutina gringa. Y nada más americano que las barbacoas en Tennessee mientras la rinden tributo a uno de los aparatos que mejor retratan el sueño de las barras y las estrellas.

“Junkies promises” y “Little trouble girl”, con la voz de la Pixie / Breedeer Kim Deal, son un cruel vistazo a esas obsesiones que quedaron capturadas por la lente de Mike Mills con sus fotografías cargadas de voyeurismo suburbano que ilustran el arte del álbum. “Panty lies” y “Becuz” son caricias lacerantes de deseo femenino. Mi favorita es “The diamond sea”. Sí, ya sé que decir que el hervidero de guitarras haciendo ruido y feedbacks irritantes por casi 20 minutos me pinta como uno de esos bugas inmamables que se las da de iluminado y diferente por escuchar música sin pies ni cabeza. Pero en mi defensa, he de decir que esa canción me evoca el desenfreno de las orgías gays con toda esa carga de energía que busca su cauce sin importarle los sentimientos.

El divorcio entre Kim Gordon y Thurston Moore puso fin a la trayectoria de Sonic Youth. Lee Ranaldo y Steve Shelley no tuvieron de otra que hacerse sus propios proyectos. Un reencuentro parece imposible, considerando la telenovela en la que se originó el divorcio.

No obstante, semanas atrás, tanto Kim Gordon como Thurston Moore subieron una foto al Instagram, era aquella lavadora de la portada del “Washing machine” con los números 2026 en lugar de Sonic Youth. Nadie sabe si se trata del anuncio de un posible tour o de la reedición del álbum. Aunque esto último suena reiterativo, tomando en cuenta la edición de vinilo que sacaron por los 20 años.

“Washing machine”, de 1995, es el álbum que pone la autoestima de Sonic Youth en modo centrifugado. Ciclos de obsesión por sobreexplotar las guitarras hasta provocar llagas por donde se cuela todo tipo de arte. Dice Carlos Velázquez que le pusieron ese nombre por toda la carga ontológica que conlleva.

Washing Machine


Fue el álbum que selló mi devoción por Sonic Youth, la banda que radicalizó mi vida. La que me enseñó que abrazar el ruido es una fuente de vitalidad. Mientras haya una descarga de riffs, habrá estimulación y erecciones. Para mí, esa lavadora encarnaba –aún lo hace– lo que siempre conjeturé de la banda neoyorquina: el ruido como salvación.


  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.

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