Se cumplió la profecía que arrastraba Kurt Cobain con voz… en “Serve the servants”: “La angustia adolescente ha valido la pena… ahora estoy viejo y aburrido”. Ayer que el Nevermind llegó a los 30 años lo primero que pensé fue: listo, soy 30 años más viejo. No sé si aburrido. Es difícil aburrirse cuando se es adicto al sexo y la pornografía dirigida por---
No obstante los ataques de horror por salvarnos de todo aquello que pueda ofender nuestra subjetividad si tiene un tufo desabrido. El debate encabronadamente insípido deber ser el precio a pagar a cambio de una sociedad justa, tolerante e individualmente sustentable.
En 1991 la cosa era más bien patética. Nirvana y el resto del grunge cargaron con la involuntaria gestión de exponer que la adolescencia era una farsa sobrevalorada. Las refresqueras sabían más de los adolescentes que el mismo Cobain o Kathleen Hanna, la vocalista y acérrima defensora de la cultura del fanzine que soltó aquella frase de que todo en ese cuarto olía como el desodorante barato Teen Spirit.
A pesar de toda la mercadotecnia pensada para la generación X después del inesperado éxito que supuso Nevermind, el grunge parecía seguir siendo un género de segunda mano. Minimalista y proletario. Canciones que hablaban de amores torpes, carteras vacías y aburrimiento sin ambiciones en el futuro.
Ser adolescente grunge fue un fastidio. No tenía dinero y mis padres estaban jodidos. La imperante necesidad de saber que había más allá de “Smell like teen spirit” y “Come as you are” me orilló a robar el casete del Nevermind de la sección de discos, casetes y compactos de la Soriana Revolución. En el cruce con la Saltillo 400. En las orillas de Torreón. No había mucho avance tecnológico y podías meterte casetes en los resortes de los calzones sin mucho truco. Ese día también me clavé uno de Lisa Stansfield. El hurto resultó sencillo que volví al lugar del crimen para sumar al motín el Dirt de Alice in Chains y el Louder than bomb de Soundgarden. El dinero que no gasté en esos casetes los invertí en cerveza y en una pendejada de fayuca que era una especie tinta que después de escribir sobre tela, se inflaba. Tenía los pantalones de mezclilla llenos de letras del Nevermind. Unas infladas y otras con simple Esterbrook. Mi primer popper. Y así, entre latas de Modelo, el grunge con sus fórmulas de versos entumecidos y estribillos hechos con porrazos de riffs inesperados, fui perdiendo el tiempo. Cuando me hartaba del estéreo RCA y me sentía estúpido, prendía la MTV.
Dudo que la música de hoy te induzca a comportarte como un delincuente. Robar casetes y ponerte borracho. Para empezar porque ya no existen los casetes (o no como parte de la despensa musical, se siguen vendiendo casetes, pero con bendición del objeto de culto. Un prop en los libreros que adornen las juntas vía Zoom), ni las secciones de casetes en los supermercados. Esos pasillos han sido reemplazados por estantes que ofrecen pantallas de plasma y sistemas de audio desechables. Que caducan a los seis meses de subirle al volumen.
Las tiendas de discos venden más funkos de Kurt Cobain que discos. Tampoco hay mucha necesidad de descargar música ilegal, pues la renta que pagamos por las canciones en plataformas nos mantiene lejos de la delincuencia sonoramente organizada. Eso sí, ni todas las plataformas juntas consiguen el nivel de extrema vanguardia de No Data. Sobre todo en cuanto a música electrónica.
Recuerdo que Kurt Cobain salía en las entrevistas fumando con desplante envuelto en estolas de colores chillantes y lentes de lentejuelas. Mucho antes que lo drag se elevara a parámetro de la deconstrucción masculina. Repetía que el conserje que aparece en el video de “Smells like teen spirit” era un desalmado antihomenaje a sus tiempos cuando tuvo que limpiar los escupitajos y la grasa de su propia escuela secundaria. Por ese entonces empecé a lavar vasos en la cantina El Ciriaco y con el dinero empecé a comprar casetes y compactos. Podía entender al Cobain. Sobre todo cuando compañeros del salón iban al Ciriaco a echar la botana y yo tenía que recogerle los vasos con restos de espuma y babas. No eran culeros conmigo. Pero sentía la desventaja. En el estómago y los huevos. Los gritos de Cobain parecían aliviar eso. Excepto “Come as you are”. Ese sencillo siempre me fastidió.
A pesar de los efectivos puentes pop con los que está producido, Nevermind es un disco estrictamente satisfactorio en su lírica desesperante y derrotada. Por eso ha envejecido bien. Por la falta de expectativas y sueños de fama y reconocimiento. No hay deseos por mejorar el nivel de vida. Y los idealismos, que los había, se saben como piedras en una alberca. Solo incomprensión adolescente y erecciones onanistas.
Hoy, cuando me siento estúpido, me entretengo abriendo cualquier red social. O con los videos del TikTok que alcanzo a ver pues no tengo cuenta. Ni pienso abrirla. Entonces me doy cuenta de la radical esperanza de las nuevas generaciones. Tienen todo a su favor. Información acelerada y el activismo que calibra la oferta y la demanda para que todo el consumo sea ideológicamente responsable. Recordadas con orgullo.
Listo. Estoy viejo y aburrido. Pero me llena de ilusión saber que las bandas que hoy fusionan con suma inteligencia su música con las herramientas del TikTok que aumentan el reconocimiento, views y likes orgánicos, en 30 años estarán sanos de optimismo. Ni las refresqueras lo pudieron haber hecho mejor.
Wenceslao Bruciaga