Sé que la careta está muy ajustada, pero los nervios me impiden hacer algo al respecto.
Soy la única mujer en el dojo.
Mi oponente es un hombre de aproximadamente 145 libras al que apodan “Drago” (sí, como el ruso de la película Rocky IV).
Su apodo no hace referencia a un desmedido físico, de hecho, tampoco es un derroche de creatividad.
Recibió ese apelativo porque su primer nombre es Iván.
–Bebe –ordena mi hermano, mientras inclina una botella de agua sobre mi boca–. Ya sabes lo que tienes que hacer –lanza como última indicación.
Asiento mientras me coloca el protector bucal. Para ser honesta, no estoy muy segura de a qué se refiere.
–¿Están listos? –pregunta nuestro sensei.
Otra vez doy la afirmativa. “Pues, aunque no lo esté”, respondo para mí.
El primer round comienza. Subo la guardia, tomo distancia y de inmediato intento una combinación inútil.
Drago contraataca de inmediato. Asesta un cruzado de derecha en la nariz. Mi lagrimal se activa, aunque no lo suficiente para impedirme ver el rodillazo directo al estómago.
Apenas han transcurrido unos segundos del primer asalto. Hago esfuerzos por levantarme, no tanto para seguir con el combate, quiero saber que sigo entera.
–Levántate –dice mi hermano. No distingo si se trata de una orden o de una preocupación similar a la mía. Su voz se escucha tan lejana.
Mis ojos se llenan de lágrimas. Me resulta imposible discernir qué es mayor: ¿el dolor físico o el temor a continuar el combate?
Sin saber muy bien cómo o por qué, consigo incorporarme. Con el antebrazo limpio la salada humedad en torno a mis párpados. Alzo la guardia por instinto.
–¡No seas niña! –grita una voz irreconocible, acaso un espectador poco afecto a ver la feminidad arriba.
Antes de que se reanude la contienda me preguntó fugazmente: ¿por qué todo lo que es sinónimo de mujer adquiere con tanta facilidad las maneras de un insulto?
No cavilo más, ya habrá tiempo para reflexionar sobre ello. Para mi sorpresa, aquel abuso simbólico surte un extraño efecto en mí.
Entiendo que no me he recuperado por completo, vacilo un poco antes de hacer mi siguiente movimiento, sin embargo, voy al encuentro de mi oponente.
Conecto un gancho en la mandíbula de mi rival. Es un golpe seco que, por un instante, me entusiasma.
La satisfacción se desvanece de inmediato. Drago sonríe.
Alcanzo a ver los colmillos afilados. Se destacan sobre el protector bucal. Algo me dice que voy a lamentar haber tocado su quijada con la fuerza del pétalo de una flor.
De ahí en más, solo recuerdo una luz blanca al final de un largo y oscuro túnel.
Una voz apenas audible me devuelve a este plano de la existencia.
–¿Estás bien? Wendy, Wendy, reacciona, por favor.
Abro los ojos con dificultad. Todo a mi alrededor transcurre a una velocidad menor a la normal. Mi realidad está ralentizada.
De a poco, las siluetas que percibo adquieren sus formas habituales.
Reconozco un rostro familiar. Extiende su mano con gentileza para ayudarme a escapar de la lona.
Drago pide disculpas. “No hace falta”, le digo. Los dos, y todos los demás aquí presentes quiero creer, comprendemos que el fundamento de nuestro deporte es el respeto.
A juzgar por la lluvia de aplausos que siguió a mi vuelta a la Tierra, pienso que me gané el respeto de quienes vieron a una niña enfrentar a sus demonios.
¡Osss!
Wendy Arellano
Twitter: @WenArellano