Durante mi etapa como peleadora activa tuve la dicha de pasar largas temporadas en un sitio privilegiado del país: Temoaya, en el Estado de México.
Es un lugar cuya altura casi toca el cielo. Debe parte de su fama a que grandes deportistas han visitado el Centro Ceremonial Otomí para realizar sus campamentos, por ejemplo, el campeón mexicano, Julio César Chávez.
Como buen pueblo pequeño, los rumores que surgían corrían a toda prisa por sus calles.
En una ocasión, escuché de boca de un vecino que un miembro de la comunidad había organizado una cena y que el invitado de honor era nada más y nada menos que Érik el Terrible Morales. El mensaje, desde luego, venía aderezado con cierta exageración.
No puedo decir que creí las palabras del informante. Como buena escéptica, decidí ir nomás pa’ quitarme la duda (y porque de cuando en cuando la persona con más fe se escuda detrás de frases como “no me creo nada”). A decir verdad, ser fanática del boxeo prácticamente me obligó a asistir a dicha reunión.
Aquella no era una cita de acceso libre. De hecho, no recuerdo cómo me las apañé para llegar hasta el centro de la acción justo antes de que ésta iniciara.
Luz de velas iluminaba la austera, pero limpia, morada, que se había preparado para recibir al invitado de gala. Mesas y sillas ya esperaban a los convidados. Un arreglo floral adornaba la mesa principal. Aquel cuadro era enmarcado por un letrero donde se leía: “Bienvenido Campeon”. Los anfitriones habían obviado el acento, quizá demasiado ocupados en no descuidar el más mínimo detalle de la comida y la bebida.
Pasó una hora y nada se sabía del Terrible. La gente comenzó a impacientarse, pero se negaba a dejar el lugar, qué tal que se marchaban y justo después aparecía el peleador.
El que parecía ser dueño de la casa terminó con la incertidumbre. Salió al centro del ruedo con el rostro apenado.
–Mucho me temo, señores, que nuestro invitado no vendrá.
Un silencio se apoderó de la pequeña sala. Ocupados en rumiar la decepción nadie notó a la figura que entró a la vivienda y que iluminó el rostro del anfitrión.
–Lo esperábamos desde hacía rato, don Érik –dijo don Félix Ventura, que tal era el nombre del artífice de la reunión.
–Siento el retraso –apuró el Terrible, un tanto apenado.
La música salió de su escondite. Una voz femenina entonó versos de José Alfredo Jiménez, “Cielo rojo”, para mayores señas.
La turba se lanzó por el afamado personaje. Los adultos querían saludarlo de mano, los niños preferían simular que intercambiaban algún golpe con él.
Un sacerdote que también se encontraba entre la concurrencia sacó provecho de su eclesiástica autoridad para llevarse aparte al afamado pugilista.
¿Iba el campeón en busca de aquella bendición toda vez que tenía pelea en puerta? ¿Habrá hecho un donativo para granjearse el favor divino?
Cuando regresaron de aquella charla privada tuve el presentimiento de que, de algún modo, la suerte ya estaba echada.
Unos chamacos que salieron corriendo iban a estamparse con el boxeador. Alguien que notó la maniobra de los infantes dio un aviso que en realidad fue un augurio.
–Campeón, aguas con la derecha que estos niños tienen la frente muy dura.
Días después, un zurdazo que no encontró la oposición del guante derecho mandó a la lona a Morales y ahí terminó su carrera.
Wendy Arellano
Twitter: @WenArellano