Sucedió hace unos diez o quince años, en la tabaquería del hotel. Había bajado corriendo de mi cuarto para armarme con un par de chuchulucos, mientras llegaba la hora de presentar un libro en la FIL, y antes de eso, ojalá, terminar de escribir una columna. Estaba por pagar la bolsa de gomitas y el refresco cuando entró un escritor al que yo admiraba e intentó saludarme con su mejor sonrisa, hasta que quiso hablar y se detuvo en una pausa ansiosa y temblorosa que hubo de prolongarse por casi dos minutos.
“¡No se preocupe, luego platicamos!”, traté infructuosamente de trivializar la situación, que era crecientemente sobrecogedora, pero él seguía intentando, con una mano en alto, decirme cualquier cosa sin conseguir pasar del primer balbuceo. Lo abracé apenas, le di un par de palmadas y lo dejé escapar apabullado por un malestar que para entonces ya compartía con él. Lo conocía poco, en realidad, pero habría jurado que pude ver en lo hondo de su angustia y encontré allí un horror que no tenía que ver con nuestra situación, ni desde luego con mi persona: podía aceptar el hombre que de cuando en cuando la enfermedad le dejara sin habla, pero no resignarse a la certeza negra de que había ya escrito su último libro.
Nunca será lo mismo jubilarse que ser jubilado, y en esta profesión son muy escasos quienes lo hacen por propia voluntad. ¿Pero cómo, si ya la vida de escritor apenas se distingue de las mieles de la jubilación? ¿Qué más quisiera un recién jubilado que tener cuarenta años por delante para darse una buena oportunidad como novelista? Por eso quienes buscan tomar este camino quisieran jubilarse desde los veinte. ¿Quién querría retirarse de un retiro en tal modo entretenido?
Un día, pese a todo, la vida te retira, ya sea por causa de una muerte intempestiva o por el tema aquel de la fatiga de los materiales. Se sabe que la muerte de Albert Camus fue instantánea, y aun así me resisto a creer que entre el primero y el segundo árboles contra los que el coche se estrelló no alcanzara el autor a dedicar sus raudos pensamientos finales a ese último libro —para colmo inconcluso— cuyo manuscrito llevaba entre su equipaje. Aceptar que tu libro más reciente es tu último libro es una forma de despedirte del mundo, aun si la sombra de quien un día fuiste acompaña tus pasos como un lazarillo.
Un escritor entiende que sus semejantes lo quieren jubilar cuando les da por homenajearlo. ¡Con lo bien que le habría caído uno de esos honores a los veinticinco años! Su desafío, de cualquier manera, está en mostrar a sus enterradores que aún tiene la fuerza para seguir peleando, y que habrán de pasar algunos lustros antes de dar por bueno el manuscrito de su último libro. Cada año estamos todos un poquito más cerca, e insistimos en verlo un poquito más lejos. Por pudor, aunque sea.
ÁSS