El poder y la fama suelen ocasionar una suerte de vértigo que inmuniza a la gente contra el pudor. De pronto aquello que uno hallaba ridículo en los otros empieza a parecerle simpático en sí mismo. “De pena ajena…”, opinan los sensatos. Según el diccionario, el vértigo es un “trastorno del sentido del equilibrio caracterizado por una sensación de movimiento rotatorio del cuerpo o de los objetos que lo rodean”. ¿A cuántos poderosos relumbrantes hemos visto marearse de un día para otro, no bien caen en la trampa de creer que el universo gira en torno suyo?
“Turbación del juicio repentina y pasajera”, nos instruye asimismo el diccionario, si bien en la presente situacion estaría de sobra la última palabra, pues la clase de vértigo que nos ocupa no tiene la bondad de ser efímera. Igual que en la leyenda del vampiro, los aturdidos por tan glamoroso desorden mental parecen incapaces de verse en los espejos. Viven seguros de que se les admira, o bien se les envidia, de lo cual se desprende que nada en este mundo les apabulla más que nuestra indiferencia. Viven para nosotros, acaso perseguidos por antiguos fantasmas y complejos de los que la bonanza y el renombre no han conseguido terminar de librarlos.
Hace ya tiempo que la pareja integrada por el gobernador de Nuevo León y su esposa son ejemplos frecuentes de la vergüenza ajena nacional. Nada parece complacerles más que ventilar su vida privada o, más exactamente, el insulso espectáculo de una puesta en escena que no es sino un remedo de privacidad. Ciertamente el señor puede lucir simpático en algún momento —no es ésta mi opinión, en todo caso—, y la señora es una mujer joven y guapa, lo cual no evita que sus inefables performances irradien repelús. ¿Y qué otra cosa esperan que provoque la exhibición de los ciento veinte pares de zapatos de su hija, tan pequeña que apenas ha aprendido a hablar?
Haciendo a un lado alarde, vulgaridad, torpeza, petulancia, indiferencia y otras taras fatales en un servidor público, el video “casero” donde el gobernador y la primera dama nos invitan a descubrir el ostentoso guardarropa de su inocente cría no nos hace partícipes de su felicidad, ni de su amor, ni de su buena suerte, sino exclusivamente de su ansia galopante por ser vistos, admirados y legitimados como los prototipos de seres superiores que sin reparo alguno se consideran. Un caso preocupante de por sí, donde puede que no resulte exagerado hablar de narcisismo, ambición desmedida e indigencia de escrúpulos, ahí donde la familia es un mero instrumento del hambre de poder.
Los ciento veinte pares de zapatos de la niña en cuestión —preciosa, hay que decirlo— hablan muy poco de ella y mucho de los padres, que por lo visto encuentran recompensa en el exhibicionismo y ventajas políticas en la indiscreción. No es a una niña linda a quien quieren lucir, sino a los personajes que han creado para superponerlos a su persona. Monigotes sintéticos con los cuales ansían que uno se identifique, y en cuya biografía excepcional ciento veinte zapatos en el guardarropita son cosa natural, dados sus horizontes. Si no recuerdo mal, por excesos como ese Robespierre y los suyos armaron unos cuantos disturbios memorables a finales del siglo XVIII.
No dudo que muy pronto los zapatitos casi-sin-usar sean repartidos entre otras niñas menos afortunadas. Sería un golpe mediático espectacular, al tiempo que un gran gesto de fariseísmo, pero al fin todo es parte de la misma pantomima. Se trata de vivir para amueblar la percepción ajena, desafiando al ridículo y al sentido común para subir el rating de un reality show al cual estamos todos invitados. Me gustaría pensar, dado el palpable vértigo del conspicuo reparto, que cualquier semejanza con el cine de horror es un mero producto de mi imaginación.