Para algunos, la gran prerrogativa de las redes sociales tiene que ver con el anonimato. La mera idea de embarrar las opiniones más desenfrenadas —y en lo posible injustas, para que duelan más— en las caras de quienes nos caen mal, a la vista de cientos o miles de mirones, supone una revancha personal similar a las pintas en los baños públicos. Entre más furibundas son las frases, más agria se adivina la frustración de su presunto autor, aunque menor también es la atención que al cabo nos merecen, por virulentas y groseras que aparezcan.
Menudean los pobres diablos cuyo diario quehacer consiste en insultar y denostar desde el puerto seguro de su computadora o teléfono móvil. A algunos se les paga por agredir, calumniar y descalificar, si bien la mayoría lo hace de buena gana, ya sea por afición, fanatismo, frustraciones o falta de quehacer. O por todo a la vez, que tampoco es tan raro. Trata uno, por supuesto, de ignorarlos, hasta donde es posible hacer a un lado las agresiones que llevan tu nombre y apellido, pero también sucede que te hacen rabiar por motivos tan nimios como los que les han alebrestado. Somos muy malos jueces de quienes nos juzgan, tanto así que en momentos nos acomodaría más ser sus fiscales.
Poco envidio a esos servidores públicos que día a día reciben incontables pedradas en las redes sociales, ya sea esto por motivos cumplidos o por la mala leche que no suele escasear en mi país. Pero ese es su trabajo, lo suyo es dar la cara y tragar sapos. No se espera que tengan piel de seda, y menos todavía que se conduzcan como señorones ante la vigilancia ciudadana. Cada chamba tiene sus asegunes y a quien la desempeña no le queda más que habituarse a ellos. Tratar de suprimirlos, acallarlos o ilegalizarlos es el camino pronto hacia el despotismo.
Mal podemos decir los citadinos que nos sorprende que alguien nos insulte, ahí donde amenazas y mentadas de madre son pan de cada día porque la gente vive a la defensiva. Nunca, que yo recuerde, me he quejado delante de una autoridad porque alguien me insultó o me faltó al respeto. A veces, por supuesto, me lo gané. Otras he respondido con similar vehemencia, pero de un tiempo a acá he visto que la rabia prolifera y encuentro preferible la indiferencia. Habla peor el insulto de quien lo profiere que de quien lo recibe, toda vez que hace pública y notoria la precariedad de su raciocinio.
Ahora bien, hay maneras de ofender, así como pretextos para decirse ofendido. La ironía, a menudo, nos hiere más que una mala palabra, ya que encima de todo nos ridiculiza, pero hace falta ser muy acomplejado para ir por la vida abofeteando a todo aquel que osa ponérsenos sardónico. ¿Quién me creería yo para esperar que quien me pone en evidencia resulte escarmentado por la ley? ¿Seré acaso un imbécil, un ratero, un genocida, sólo porque otro imbécil se atrevió a decírmelo? ¿Habría que obligar a esa persona a ir por las calles con la boca tapada?
Hace unas horas que el Congreso poblano aprobó una reforma legal que pretende acabar con los “insultos” en las redes sociales, especialmente si estos se dirigen a las autoridades en funciones, y ya los tipifica como “ciberasedio”. La pena son tres años de prisión, a aplicarse de acuerdo al criterio de esos jueces que ahora ya no son jueces sino meros arietes del poder. Es decir que aquí para adelante todo aquel comentario que le resulte incómodo a una camarilla de políticos acomplejados y autoritarios será considerado como insulto, y su autor reducido al papel de reo, incluso y sobre todo si evidenció sus malos manejos. ¿Será que los ofendo con este párrafo? Tal interpretación bien podría estar en manos de un juez a su servicio. No hace falta siquiera leer a Kafka para entender que esta arbitrariedad escandalosa es el principio mismo de la tiranía.