A Skármeta le entusiasmaba mucho hablar de los viejos amigos a quienes todavía frecuentaba...
Eran las nueve de la noche del cuarto lunes de junio de 2011 cuando bajé de la camioneta que traía impreso el logo del torneo de Wimbledon. La mujer al volante, quien muy atentamente se había desviado de su ruta habitual para dejarme a las puertas del restaurante, volvió a compadecerme y a felicitarme. Lo primero porque recién había abandonado, apenas al principio del tercer set, un partido vibrante y empatado entre Rafa Nadal y Juan Martín del Potro; lo segundo porque dentro del restaurante —La Famiglia, era el nombre— ya me esperaba, a solas, Carlos Fuentes.
“¡La culpa es tuya!”, me atreví a bromear, aunque no a mentir. Un año y pico antes, durante una cena en Madrid a la que llegué tarde por haberme empeñado en ver hasta el final un partido de Roger Federer, Fuentes disparó una pregunta cándida, a la cual me tomó veinte meses responder satisfactoriamente. “¡Con que te gusta el tenis…!”, observó, con las cejas alzadas, “¿Entonces vas a Wimbledon?”. ¡Auch!, crujió mi amor propio. Con odiosa humildad, le informé entonces al autor de Terra Nostra que nunca había estado en un torneo mayor y apenas asistía, allí en Madrid, a mi primer ATP 500. Supongo que por puro pundonor, comencé aquella noche a maquinar el plan que finalmente me llevaría a cubrir para estas páginas los cuatro Grand Slams de 2011.
Ya sé que soy un ñoño, pero llegar de Wimbledon a sentarme a la mesa con el instigador del viaje tenía el dulce sabor de una misión cumplida. Carlos se daba cuenta, divertido. “Te llamé para verte más temprano, quería invitarte a tomar el mejor martini de Londres en el bar del Four Seasons, pero no contestaste”, lamentó y lamenté, ya que el vicio del tenis no me había dejado prender el celular. Fuentes acostumbraba frecuentar ese bar, generalmente a solas, como quien va de caza en busca de ficciones (hasta hoy me torturo inútilmente por haberme perdido la experiencia).
Apenas la mañana de ese día, de camino al All England Tennis Club, había marcado el número Silvia —esposa, gran amiga, gestora infatigable— y ella me sorprendió invitándome al tiro a cenar en la noche. Planeaba entrevistar a Antonio Skármeta, llegaría a cenar acompañada de él y Nora, su consorte. Mientras eso ocurría, Carlos y yo nos despachamos tres botellas de vino y hablamos sin parar de nuestras vidas durante casi tres mágicas horas, al cabo de las cuales el héroe de mis tempranos sueños literarios concluyó, con un guiño secuaz: “Ahora ya sé quién eres”.
Conocía a Antonio Skármeta gracias a algunas cuantas ferias del libro, donde invariablemente llevaba por delante una sonrisa franca y divertida. Verdad es que los tres llegaban algo tarde a la tertulia —ya casi media noche—, pero tardaron poco en agarrar calor. No recuerdo cómo desembocamos en el tema, pero sí que a Skármeta le entusiasmaba mucho hablar de los viejos amigos a quienes todavía frecuentaba. Fuentes súbitamente frunció el ceño.
“¿Es verdad…?”, se interesó, con genuina extrañeza, “¿ves todavía a tus amigos de juventud?”, y como Antonio se lo confirmara se volvió a dirigirme la misma pregunta. “Rara vez, casi nunca”, respondí. “Yo he seguido de frente sin mirar para atrás, a la gran mayoría los va dejando uno en el camino, ¿no es cierto?”, subrayó el mexicano, y el chileno hizo un gesto de nostalgia contenta, infantil casi: “Pues a los míos los veo todo el tiempo, allá en Santiago.”
Traía en mi mochila una cámara réflex, con la que nos tomamos varias fotos, al terminar la cena. “¡Mira!”, señaló Silvia, “¡Allí está uno de los Rolling Stones!”. Era Ron Wood: flaco, frágil, pequeño, furioso porque su tarjeta de crédito insistía en rebotar. Y fue así, rebotando, como llegué a dormir, después de aquella cena alucinante. Ahora que Antonio acaba de morir, me han venido a la mente sus viejos amigos y he querido contar la historia de esa foto, como quien sólo cumple con el deber implícito del sobreviviente, y celebra y lamenta y ve pasar la vida que se va como un clic en la memoria.