Tal parece que en los últimos años el crimen organizado se organiza mejor que las autoridades responsables. Lo cual es ya terrible de raíz, si tomamos en cuenta que las autoridades responsables —políticos al fin— viven literalmente de las apariencias. No les desvela tanto que un problema exista, como que se haga público y notorio. Y todo esto trae mucha desorganización, dado que suele ser la ideología, el apasionamiento, la ambición desmedida o el de hambre de poder —y rara vez el sentido común— la brújula que guía sus decisiones. Dentro de la estructura criminal, ceder a una sola de estas debilidades es ganarse un espacio en el camposanto. Con los del otro lado, vale por un ascenso.
Para los raterillos comunes y corrientes, cada día resulta más complicado desempeñarse como agente libre. Las mafias son tan fuertes y poderosas —amén de estar en guerra unas con otras— que abarcan territorios inconmensurables, tienen ojos y orejas dondequiera y ven con malos ojos a los emprendedores. Si un día se comportaron igual que una gavilla de forajidos, hoy que el dinero fluye en proporciones bíblicas disponen de un equipo de profesionales, y así implementan sistemas de optimización de recursos que a las autoridades responsables —ocupadas en grillas, pellizcos y codazos— les pararía los pelos tener que someterse.
No es raro, ya se sabe, que los ejecutivos del crimen organizado ofrezcan toda suerte de vías de diálogo a no pocos empleados y funcionarios, destinadas a mejorar la comunicación y el entendimiento entre unos y otros. Un trámite sencillo, en realidad, pues nadie como los criminales de hoy conoce el precio de la gente pequeña que se cree poderosa por su pura firma. Tal como los insumos, las armas y los medios de transporte, hay una parte del presupuesto mafioso destinado a lubricar a las autoridades responsables. Tras lo cual suele darse un diálogo estupendo entre la más anónima de las sociedades.
Con unos índices de impunidad que hoy por hoy pasan del 90 por ciento, mal podría preocuparse el ancho y variopinto gremio delictivo por la persecución de unas autoridades cuyo rigor se pasa de flexible. Nada que se compare con la eficacia helada de aquellos que antes se hacen matar a dejar que una presa se les vaya viva (porque entonces igual los matarían). Y en cuanto a las mentiras, estas son tan comunes en las autoridades responsables como costosas entre los bandidos. Vista la aterradora superioridad de los grandes consorcios criminales sobre quienes trabajan persiguiéndolos, se entiende que sus miembros estén en todas partes y en muchas de ellas sean también autoridad.
Cada corporación tiene su ejército, por lo común mejor equipado que el de su contraparte policiaca y casi siempre más entretenido en borrar de la escena a sus competidores. Asuntos de negocios, y los negocios son cosa muy seria para quienes se juegan la vida por ellos. Ya sean drogas, secuestros, robos, piratería o tantas otras ramas de lo que ellos entienden como “industria”, el hampa de estos tiempos ejerce un puntilloso control de sus haberes, desconocido entre la burocracia. Y si acaso tuviste la suerte de escapárteles, saben dónde encontrar a tu familia.
En este panorama, ser nada más que un simple ciudadano es asistir a un western guiñolesco donde nada se sabe ni se entiende y casi todo parece mentira. ¿Cuántas de las autoridades a las que damos por responsables obedecen al crimen organizado? ¿Cuántos serán sus socios subrepticios? ¿Cuántos sus “respetables” facilitadores? Me temo que las cifras son tan escandalosas como insondables. No habría en todo México, cuyas cárceles se hallan regularmente sobrepobladas, espacio suficiente para enchiquerarlos. Y en cuanto a los maleantes, cuentas conservadoras los ubican arriba del medio millón, aunque el número crece día a día. Y eso es mucho dinero. Mucha organización. Mucha eficiencia para unos funcionarios a medias convencidos de su papel y envueltos en un caos demasiado aparente para seguir oculto. De una u otra manera, tal parece que vamos perdiendo.