El problema de la zalamería nacional consiste en que no sabe distinguir entre lo decoroso y lo decorativo
Una de las razones por las que el alma de los mexicanos parece misteriosa a ojos extranjeros tiene que ver con el uso frecuente de los cumplidos: esas mentiras tersas y a menudo ridículas que se intercambian sin mayor consecuencia, a modo de expresiones de buena voluntad que en teoría evidencian la buena educación de quien las prodiga. Los demás, con la pena, son lo de menos: esto tiene que ver en realidad con la imagen que da uno de
sí mismo.
No exagero si escribo que México es la tierra del cumplido. Nos gusta quedar bien, aunque sea de dientes para afuera, y por supuesto nos complace escucharnos hablar como aristócratas del siglo XIX. Tras la falsa humildad de uno de esos cumplidos que buscan subrayar la subordinación de quien los dice, suele ocultarse mal una condescendencia de ínfulas feudales. Si insisto en recordarles que están en su casa justamente cuando entran a la mía, es para que aquilaten los alcances de mi generosidad, no para que me tomen
la palabra.
No son pocas las veces en que el cumplido —empleado como escudo protector— opera como una providencia sutil contra los coletazos del qué dirán. En todas las visitas protocolarias hay un torneo de cumplidos en marcha. “¡De ninguna manera, el mediocre soy yo!”, parecerían jurarse los contendientes, con una untuosidad de corte pueblerino que expresa lo contrario de cuanto dice. Entre menos creíble es el cumplido, mejor crianza demuestra quien lo usa.
Si alguien dice que está “para servirte”, has de entender que lo hace para adornarse. Hace ya mucho tiempo, sin embargo, que las clases acomodadas decidieron que en realidad no estaban para servir a nadie, sino al contrario, de modo que este y otros cumplidos zalameros fueron cayendo en la escala social hasta tomar la forma de clichés baratos, como tantos modales hoy caducos cuya cursilería obsolescente evidencia el candor de quien los usa.
El arte del cumplido empieza por saber reconocer, y de ser posible nunca atravesar, la línea divisoria entre amabilidad y lambisconería. Cosa muy complicada en estos tiempos de servilismo a ultranza, cuando ya nadie dice lo que cree sino lo que supone que le toca decir. Si ha de servir, al fin, como antifaz, el cumplido tendría que atender a las reglas de la verosimilitud, pero esto a poca gente le preocupa. La mayoría los suelta sin pensar, como fórmulas estandarizadas cuya función es meramente ornamental.
A menudo lo hacemos por pudor, para que no se diga esto o aquello, y quien nos oye sabe que no es verdad, pero aprecia nuestro pundonoroso y mexicano esfuerzo por disimularlo, igual que escupe sapos y salamandras contra esa gente franca —es decir majadera— que no teme lidiar con la aspereza y llama por su nombre a lo innombrable. Ya tenemos la sala repleta de elefantes y seguimos hablando de las lluvias de antier.
El problema de la zalamería nacional consiste en que no sabe distinguir entre lo decoroso y lo decorativo. Para qué, pues, si igual todo es fachada. Bastará con que creamos ver una mala cara, o nos sintamos víctimas de una descortesía, para tirar al caño los cumplidos y comportarnos como apaches furibundos. De ahí que con frecuencia nuestros aduladores inspiren más cautela que confianza. “Yo conozco a mi gente…”, maliciamos, una vez que su labia empalagosa los exhibe como oponentes emboscados. Porque ya adivinamos que entre menos nos quiere, más se esmera en quedar bien con nosotros. Suena familiar, ¿cierto?
Los cumplidos se aprenden en familia. Perdí pronto la cuenta de las inmundas tazas de atole que me sirvió la hermana de mi padre —obsequiosa o mordaz, según el clima— pero de mí no oyó sino cumplidos. Y así con los demás, a quienes mi mamá me enseñó a tratar como si los quisiera de verdad, para que al menos vieran que uno sí era educado. Y, de paso, también muy mexicano.