Hay propuestas que insultan la inteligencia, pero hay inteligencias que lo piden a gritos. Se dice en estos casos que nos ven, o nos vieron, o se han propuesto vernos la cara. Específicamente la de estúpidos, con el trabajo que cuesta esconderla. No hace falta ser tonto, sin embargo, para creer en las promesas más absurdas y conservarse ciego ante las evidencias menos objetables. A menudo sucede lo contrario: entre menos creíble sea la dulce música que llega a mis oídos, más he de someter a mis neuronas para hacerlas chambear en nombre de carencias, caprichos, delusiones, complejos o creencias, según vaya ofreciéndose.
Por idiota que suene, está de moda ser inteligente. Quienes tenemos la costumbre perniciosa de asesinar el tiempo con videojuegos para teléfono inteligente, solemos ganar “vidas” extra a fuerza de prestarnos a mirar anuncios relativos a otros videojuegos. No son pocos, entre estos, los que ofrecen medir la edad mental o el cociente intelectual del jugador, así como ayudar a mejorarlos, a partir de la poca o mucha destreza que consiga probar ante la pantallita. Es difícil hallar en una oferta así más credibilidad que en la palabrería de un merolico, y no obstante se han ido multiplicando porque a nadie le sobra que le digan que es muy inteligente, aunque le encuentren cara de otra cosa.
Hay que ver, en principio, la gratificación que ya de por sí ofrece el videojuego a quienes se le entregan con fruición. Cada pequeño triunfo da constancia de nuestra habilidad; cada nueva derrota nos empecina en intentar de nuevo. Si esto, que propiamente es una compulsión, tiene además alguna clase de coartada que justifique su constante práctica, lo probable es que acabe convencido de que el juego de marras me ayuda a superar el cretinismo. Más todavía si después de jugarlo me ofrece un resultado halagador, como sería enterarme de que tengo un cociente intelectual de 164. ¿Será que soy un genio incomprendido?
“Voy a hacerme una prueba de IQ, y si salgo muy tonto de una vez me dedico a chupar”, me confió cierta vez, no muy en broma, un amigo inseguro a quien tengo por zonzo desde entonces. “Salí con 130: superdotado”, se ufanó días después, pero yo hasta la fecha sigo sospechando que ni siendo un imbécil de campeonato se habría atrevido a decir otra cosa. ¿Quién quisiera ostentar nada más 100, como la mayoría? ¿Alguien encuentra cómodo un 92? ¿Se puede presumir con 110? Tengo que para mí que ninguna persona razonable puede dar mucho crédito a estos números, así provengan de la mejor fuente. Y cuantimenos cabe recurrir a ellos, como si fueran una cuenta bancaria, para dictaminar si tal o cual empeño puede estar a mi alcance. Sólo eso me faltaba: pedirle cuentas a la naturaleza.
No es éste en realidad un problema de mera inteligencia, sino de su enemigo, el ego tambaleante. Quiere, quien fue escolar destacado, que la vida le pague los dieces que una vez obtuvo a manos llenas, como si aquellas cifras arbitrarias fueran a perdurar hasta el día de su muerte. Ostentar un IQ sobresaliente o unas maravillosas calificaciones no es garantía de una existencia próspera, ni evita los peligros de rendirse al veneno del autoengaño, como esos nuevos ricos que viven convencidos de un buen gusto que nadie más les ve.
Puesto a elegir, preferiría ser un tonto habilidoso que un genio acomplejado. Creerse inteligente, o asumir que los otros son idiotas, es verse habilitado para tomar atajos infinitos, y entonces fracasar como tantos pasados de listos. No es casual que asimismo se les llame, con sobrada razón, “pasados de pendejos”. Menudea la gente fracasada presta a mostrar los números que según ella dicen lo contrario. “¿Seré yo tonto o listo?” He ahí la pregunta adolescente que algunos nunca acaban de repetirse, aunque muy en el fondo se teman que conocen la respuesta.