No siempre puede uno estar de acuerdo con las personas que le caen simpáticas, ni hay modo de evitar alguna sintonía con la gente que encuentra digna de su desprecio. Estar o no de acuerdo con quien sea nada tiene que ver con sus encantos, y ni siquiera con la falta de ellos. Solamente en las mafias y las sectas —donde los disidentes son todos apestados instantáneos– se esperan coincidencias absolutas.
Dudo que haya nacido la persona que comparta el total de mis creencias, y si así fuera me daría pavor. La idea de tener cerca a un lambiche que ni bajo tortura me llevaría la contra suena entre soporífera y asquerosa. A saber cuál de aquellos fariseos sería el primero en clavarme un cuchillo en la espalda. Sucede todo el tiempo, entre quienes se llaman correligionarios y no pueden decir lo que realmente piensan sobre nada.
Decir lo que uno cree —ya no digamos escribirlo y publicarlo– supone en estos tiempos arriesgarse al oprobio, especialmente si esos pensamientos tienen la mala suerte de coincidir con los de algún sujeto cuya lengua irredenta le ha dado mala fama entre quienes se jactan de profesar creencias moralmente irreprochables. Si antes nos distinguíamos por lo que hacíamos, ahora se nos señala no por lo que decimos, sino por lo que dicen que dijimos y en una de estas pudo llegar a irritarles. Por curioso que suene, son muchedumbre quienes viven seguros de que sus comezones son problema nuestro.
A nadie le resulta halagador coincidir en gustos o pareceres con quienes considera aborrecibles, pero hay quienes encima lo encuentran deshonroso, como si ello pudiera contribuir a mermar la pureza de su tirria. ¿Quién se cree Perengano, cuyas bien conocidas opiniones políticas me lo hacen vomitivo, para escuchar la misma música que yo? ¿Cómo se atreve a jugar con su perro, cuando según el asco que le tengo debería de estarlo maltratando sin la menor piedad? ¿Ahora resulta que es gente decente?
Recuerdo, de mi tierna adolescencia, haber sentido un asco desmedido por los Bee Gees (mismo que con frecuencia hacía extensivo a sus admiradores). Los encontraba ñoños, predecibles, baratos, melosos, reaccionarios, dóciles y metalizados, entre otras incontables deficiencias que me impedían conceder a su música —y a todo cuanto hicieran o dijeran— el menor de los méritos. Si algún amigo mío tenía la insolencia de hacer sonar cualquiera de sus canciones, le dirigía yo la consiguiente mueca de intensa repulsión moral y religiosa. Como si los Hermanos Gibb y mi inmaculada persona no pudiesen caber en la misma galaxia.
Lo pienso y me da risa. Hasta que caigo en cuenta de que esas taras cándidas y necias no necesariamente se quitan con la edad. Hoy que somos rehenes de cuanto decimos, y aun de cuanto dicen quienes favorecemos con nuestra preferencia, el chisme más insulso —verosímil o no— podría ser suficiente para ganarte el asco inapelable de gente que tal vez ni te conozca, pero ya defraudaste sus expectativas.
Todos tenemos altas expectativas, y con ellas también somos calificados. Lo cierto, sin embargo, es que no tiene uno la obligación de cumplir con tan altas y absurdas exigencias. Siempre es reconfortante la coincidencia de dos puntos de vista, pero es la discrepancia lo que alimenta su florecimiento. Si de moral habláramos, lo indecente sería coincidir por sistema, y todavía peor: por compromiso. Honestamente, al fin, preferiría no tener que tratar con quien no tiene empacho en traicionarse por quedar bien conmigo.
Toda unanimidad tendría que ser, de entrada, sospechosa. Como en esas parejas perfectas y felices que cualquier día se mandan al demonio nadie sabe por qué, encuentro en cierta clase de acuerdos absolutos un olor a podrido difícil de ocultar, y temo que si callo lo que pienso no tardaré en heder igual de feo. ¿Quién le quita, al final, a quien discrepa, el regocijo de no haberse callado?