Me temo que ya he sido de los dos, y de ambos llevo marcas indelebles. Mal podría, por tanto, entregarme a hablar pestes de unos u otros sin quedar más o menos salpicado. Son, por supuesto, no más que estereotipos. Estigmas audaces, pitorreos patógenos o invectivas furiosas de cuyo efecto búmeran no acostumbra enterarse quien dispara. Ya se sabe, el bramido de la rabia amordaza la voz de la razón. Se asume, con balcánica soberbia, que el discrepante dice lo que dice no porque así lo encuentre o considere, sino porque así es. Bestia díscola, al cabo, responde nada más que a su naturaleza predadora, parasitaria, revanchista, excluyente, bribona o farisea, lo que mejor le venga al menosprecio exprés.
Hay a quien el fervor le viene de familia. Debe de ser difícil, por ejemplo, llevar por nombre Stalin y echar a andar una casa de bolsa. Origen es destino, aun y sobre todo para esos entusiastas que se mudan de polo y ya sólo por eso aseguran ser otros. Nada como el despecho nos hace radicales, y en tanto ello clientes preferentes de creencias tan rígidas y sordas como aquellas de las que renegamos. En La vida exagerada de Martín Romaña, Bryce Echenique describe en una sola pincelada la conversión de Inés: la esposa trendy del protagonista que pasa “del catolicismo más militante al marxismo más pío”. Tachamos a los otros de chairos o fifís para hacerles lucir como fantoches, lacras, mustios, lamesuelas o cualquier otra tara que les descalifique de antemano, y será uno sin duda más certero —luego, más sanguinario— si en un tiempo se hincó ante el mismo altar y experimenta algún rubor retrospectivo.
Nada nos garantiza, pese a todo, que el cambio de chaqueta fuese una evolución y no una recaída. No cura de complejos el golf al nuevo rico, ni viajar en el metro te borra las arrugas de la nariz, pero en última instancia qué pitos les importa a los demás si me gusta el coñac, el pulque o las dos cosas. Sólo que en este punto ni chairos ni fifís gozan de la tercera prerrogativa, según quien les ha puesto el sambenito que les condena a ser unidimensionales. Cierto es que a más de uno le acomoda no distinguir matices, y acaso le envanece, amén de prestigiarle entre los suyos, que le digan precisamente así. Puesto que para el chairo no hay elogio mayor que el desdén del fifí, y viceversa.
Si hubiera de juzgar desde el resentimiento, diría que fifís son aquellos congéneres —que conste que estaría siendo generoso— que miran por encima del hombro a quienes consideran subalternos. Es decir, no-personas, plancton que vino al mundo para siempre servirles y jamás estorbarles, masa óseo-muscular que sólo vale en la medida que es capaz de orbitar en torno a su capricho. No por casualidad se les tacha a menudo de alzados, engreídos, déspotas, excluyentes, racistas, majaderos, cagantes y mamones —adjetivos, por cierto, aplicables también a sus peores antípodas— si no ven para qué disimular esas y otras medallas al mérito fifí.
Ahora bien, si los viera con ojos desdeñosos, opinaría que chairos son esos compañeros —que conste que estoy siendo alivianado— que encuentran sospechosos de traición a la causa (o la patria, o la especie) a quienes osan asomarse al mundo sin el filtro inflexible de la ideología. Pocos secretos les reserva ya el mundo, si les basta con una cantaleta estándar para hacer frente a todo pensamiento disímbolo. Igual que tantos curas perdonavidas, les gusta prodigar sonrisas compasivas entre esos descreídos que aún no han visto la luz y escriben La Verdad con infieles minúsculas. A su pesar, no acostumbran ser menos ñoños y cursis que los del otro equipo.
El problema es que en medio respiramos el resto, que somos mayoría y no estamos dispuestos a posar para la caricatura. ¿Desde cuándo tendría que quitarnos el sueño la opinión de engreídos y envidiosos en torno a aquellos rasgos y gustos personales donde ellos hallan síntomas bastantes para llamarnos chairos o fifís? ¿Soy fifí si les digo chairos a los chairos, o soy chairo si empleo el término fifí? No sé por qué me viene un déjà vu con sabor a tercero de primaria: el chairo y el fifí se dicen uno al otro tú-las-traes.
Antiguamente, sendos extremos de la conciencia eran representados por un diablo y un ángel; hoy día se aparecen, cada uno en un hombro, el chairo y el fifí. Usamos a los dos, a lo largo del día, según se nos ofrezca para eludir la mira de los inquisidores espontáneos, y en general vivir civilizadamente. En cuentas resumidas, nos lucimos en Twitter, quedamos bien en Facebook y estallamos en WhatsApp, pueblerinos al fin de pantalones cortos.