Envidia-de-la-buena es la que experimentan los lectores ante aquellas palabras que ellos mismos querrían haber escrito...
No eres tú en realidad quien va y busca los libros, sino ellos quienes vienen y te encuentran. No es posible probarlo, por supuesto, ni parece muy cuerdo meterlos en un “quienes” que les da el estrambótico trato de persona, pero ni falta hace justificarse, cuando ya el solo vicio de la lectura te ha otorgado licencia para cambiar el mundo.
Suelo decir que “descubrí” a un autor para ir rápido al grano y recomendarlo, si bien el entusiasmo delata la recóndita certeza de que este y aquel párrafo fueron escritos justo para mí y milagrosamente me ubicaron. Claro que no se trata de autores muy sonados, de ahí que le atribuya uno al hallazgo —con la arbitrariedad del recién deslumbrado— la condición de sobrenatural. “¿Dónde estuvo este libro toda mi vida?”, me pregunto en secreto cada vez que una línea dura e implacable me da en la mera línea de flotación.
En este orden de cosas, envidia-de-la-buena es la que experimentan los lectores ante aquellas palabras que ellos mismos querrían haber escrito, y que probablemente sean parte de la vida que les queda (si no, insisto, lo fueron desde siempre). Nada que ver con la envidia podrida y lastimera de quien busca destruir todo aquello que no puede tener, pues nada hay más sencillo que apropiarse de lo que uno leyó, no porque se lo vaya a carrancear sino como un acto de hondo reconocimiento. No son los libros de uno; uno les pertenece.
Hará algo más de un año que fui descubierto por un tal Richard Stark. De entonces para acá, devoré la friolera de 28 novelas firmadas por él, y en realidad escritas por Donald Westlake, cuyo nombre solía sonarme conocido, como tantos autores que pasan por tu vida igual que transeúntes por la banqueta opuesta. Me da angustia, de pronto, pensar que alguno de ellos bien podría contarse entre mis maestros, y sin embargo nunca lo leeré. De ahí el fugaz alivio que experimentas cuando una pluma ignota te ha encontrado.
Pulp Fiction, se le llama al género del cual es gran maestro Donald Westlake, autor de más de un centenar de estas novelas carentes de pedigrí que alguna gente ve por encima del hombro —ya sea porque no las han leído o porque se resisten a admitirlo— y otros vamos tras ellas con la pinta ojerosa de quien frecuentemente se amanece zampándoselas. No es difícil imaginar a Quentin Tarantino hechizado por las salvajadas de Westlake, y muy especialmente aquellas concebidas bajo el seudónimo de Richard Stark, cuyo antihéroe —Parker, así, sin nombre— es duro entre los duros, mata cuando hace falta y no gasta saliva en busca de un estilo.
Donald Westlake murió de un ataque cardíaco en la noche de Año Nuevo de 2008, mientras vacacionaba con su esposa en las playas de Nayarit. México solía ser referencia frecuente, cuando no escenario de sus novelas —según mis cuentas, casi 120—, donde ya la rudeza y el humor cáustico lo delatan como uno de esos gringos intrépidos y cábulas que bien podrían haber nacido aquí.
Si algo lamento de la obra de Westlake es no haberla encontrado antes de los veinte años. Narrador eficaz donde los haya, extraordinario constructor de tramas, curtido como pocos en el oficio, sus historias tendrían que formar parte del entrenamiento de cualquier aspirante a novelista, antes de que contraiga ese academicismo estéril y onanista según el cual la anécdota le estorba a la novela.
Quienes lloramos sangre construyendo tramas miramos con envidia-de-la-buena fertilidades tan desenfrenadas como la de Don Westlake. Verdad es que no soy un experto en el tema, sino un lector ferviente y admirador distante que apenas va llegando a los cuarenta libros del autor, tiene diez esperando y ya empieza a sufrir para dar con las próximas decenas. O para que sean ellos quienes me rescaten. Los libros necesarios, ya quedamos, siempre se las ingenian para llegar a ti.