Hay algo inevitablemente tragicómico en la exhibición pública de las mentiras. Según afirma el vocero del régimen ante las cámaras, tal parece que la rauda expansión del COVID-19 ha sido exagerada por la prensa extranjera y la epidemia está bajo control. A su lado, no obstante, tose profusamente Iraj Harirchi, viceministro de salud iraní, al tiempo que se seca la cabeza y el cuello sudorosos con sucesivas servilletas de papel. Para cuando el video le dé la vuelta al mundo, el tosigoso estará en cuarentena, engrosando la lista de casos confirmados de coronavirus.
Por lo visto, y aún más por lo no visto, la república islámica de Irán no teme tanto al virus galopante como a la información sobre el asunto. Según rezan las últimas cifras oficiales, las muertes han llegado a 34, pero extraoficialmente se especula que pasan de 200, y es probable que sean muchas más, si bien los tenebrosos guardias revolucionarios se empeñan con escasos resultados en que esa basurilla permanezca debajo del tapete. ¿A quién deben creer los ciudadanos de un gobierno oficialmente pío que exige la fe ciega por delante?
Entre tanto mentir y desmentir, sobran quienes se pasan de creyentes y aún ahora —vale decir que especialmente ahora— se precipitan hacia la ciudad sagrada de Qom, que casualmente ha sido el epicentro del contagio nacional. Lejos de disuadirlos, sin embargo, el régimen se esmera en alentar el peregrinaje, alegando que el famoso santuario de Fatima Masumeh es de por sí un lugar de sanación. Si han de ser consecuentes con su fe, comprenderán que en Qom no pueden infectarse.
¿Cómo creer que Dios va a castigar justamente a sus hijos predilectos cuando éstos se disponen a adorarle? ¿Quién de ellos es capaz de ver peligro alguno en aglomeraciones y rituales que desembocan en un llanto masivo donde quienes más lágrimas derramen más riquezas tendrán allá en el paraíso? ¿Deberían preocuparse por convivir tan cerca a toda hora entre los autobuses destartalados, las modestas pensiones, los baños colectivos y la costumbre de toquetear, abrazar y besar la tumba de la santa de su devoción? ¿Quién los va a prevenir, si régimen y clérigos —la misma gente, al cabo— encuentran preferible callar bajo amenazas a cuantos médicos, funcionarios y científicos tienen alguna idea del tamaño y la gravedad del problema?
No hace falta decir que el silencio imperioso de los ayatolas —desde Alí Jamenei, negador virulento del horror en curso, hasta Hasán Rohani, para quien todo es culpa de sus críticos— es un crimen de lesa humanidad. Si a muchos nos paró los pelos de punta la eficiencia tiránica con que el gobierno chino se aprestó a responder a la emergencia, hay que ver la cachaza criminal de esos beatos aviesos que hace pocas semanas negaban asimismo haber echado abajo un avión comercial con 167 pasajeros. Porque si bien los chinos, a su modo despótico, han conseguido enfrentar el problema, los iraníes le están dando la espalda y hoy por hoy son un foco de infección mucho menos distante de lo que uno quisiera imaginar. Histeria y paranoia parecerían las peores consejeras, hasta que se aparece la negligencia: esa asesina mustia que de todo se entera demasiado tarde.
Hoy que mentir en público y sin sustento alguno es moda planetaria, la desgracia se asoma a ajustar cuentas. Es artimaña vieja del poder minimizar los muertos en su cuenta —nadie quiere cargarlos, por aquello del peso—, sólo que algunos de éstos conservan la no menos vetusta manía de salir a flote en los momentos más comprometidos. ¿Qué van a hacer tantos oscurantistas poderosos cuando crezcan los números de esta epidemia hasta hacer ver modesta la estadística actual? ¿Es asunto exclusivo de los iraníes la infamia pusilánime que el silencio oficial está llevando a cabo? ¿Cuántos otros mustios y poderosos habrán de recurrir a esa misma estrategia, antes de que los muertos floten aquí y allá? ¿Qué clase de fe esperan de nosotros?