Mi amigo el guajolote

Ciudad de México /
¿No era mascota, entonces, el pavito?Especial

​Hasta donde recuerdo, debuté en los dominios de la corrupción al momento de escribir mi primera carta a Santa Claus, quien por su misma condición celestial estaba facultado para detectar la mentira flagrante con la que año tras año comencé el primer párrafo. “Me he portado muy bien”, le informaba yo al viejo del inmenso costal, totalmente a sabiendas de que estaba mintiendo y con seguridad no merecía nada de cuanto iba a traerme. ¿Cómo era que, no obstante, el hombre me dejaba el pedido completo a la orilla del árbol constelado de esferas y focos de colores?

Pasada Nochebuena, todos esos regalos obraban como prueba de mi comportamiento irreprochable, igual que los abrazos de mis mayores a cierta gente que les era antipática —concuños y vecinos, por ejemplo— daban constancia de un aprecio tan falso como verosímil. La Navidad, al cabo, no se trataba de reconciliarse más que con uno mismo y concluir, pese a todo, que era en el fondo una buena persona. Tregua al fin, la época decembrina le invita a uno a olvidar, posponer o archivar ciertas cuentas pendientes que le amargan la vida durante el resto del año. Ser generoso en la credulidad es acaso la clave para contraer lo que llaman espíritu navideño.

Cada diciembre, el ritual familiar solía incluir una excursión nocturna con mi abuela por el Centro y Paseo de la Reforma, destinada a admirar, sin bajarnos del coche, “la iluminación”. Desde la perspectiva de un niño de siete años, aquello no era menos que un tour intergaláctico, obra acaso atribuible al mismo santo que generosamente se tragaba los cuentos de mis cartas. Prueba de ello era que en la esquina del Sears de Insurgentes había siempre un enorme Santa Claus, cuyas interminables risotadas llegaban cuando menos hasta el camellón. ¿Cómo no iba a gustarme la Navidad, si justamente quien la abanderaba era el único personaje risueño del santoral?

La Navidad es asimismo mágica para los niños desde que sus mayores, quizás entretenidos en ser y parecer buenas personas, dejan por unos días de joderlos. Todo está bien, de pronto, incluso tronar brujas, chifladores y palomones ensordecedores que hacen trizas los nervios de los perros, o pelearse los dulces y las frutas igual que pordioseros insaciables. No recuerdo siquiera haber mordido una sola de las cañas por las que en su momento combatí con fiereza entre los restos de la piñata rota. Porque el chiste no estaba en coleccionar fruta, sino en emplear tus fueros de angelito en saltar por encima de los demás escuincles sin pagar consecuencias.

La gran calamidad de estas festividades son los niños mayores, que ya no se creen nada de lo que les cuentan y aprovechan la buena voluntad general para ejecutar actos terroristas. Más de una vez me di el gusto perverso de regalar mis luces de bengala a otros niños aún crédulos e ingenuos, tras haber calentado el alambre con una de las velas para la letanía, mientras nuestros mayores chachareaban, bebían y reían en nombre de los buenos sentimientos que convenientemente daban por hechos.

No sé qué edad tenía la tarde en que perdí el candor navideño. Me recuerdo corriendo junto a un guajolote, como lo habría hecho con un perro, al tiempo que pensaba en esperar hasta el año siguiente para pedirle un pavo a Santa Claus. Había varios niños entre el jardín y el patio de aquella casa ajena, de modo que en un rato dejé en paz al totol alebrestado y me sumé a los juegos de los otros. Poco más tarde apareció una niña que lloraba y berreaba desconsoladamente. Recién venía del patio trasero, donde vio a una señora con cuchillo degollar a mi amigo el guajolote.

¿No era mascota, entonces, el pavito? ¿No era la mejor época del año? ¿No éramos todos buenos y generosos? A la hora de la cena, me devoré un pedazo del amigo emplumado como quien se corrompe para siempre. Y a todo esto, ¿de qué se reía Santa Claus? 


  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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