Defenderse de una invasión sonora es mucho más difícil que llevarla a cabo...
Hace ya más de un año que nos mudamos de aquella casa y todavía recuerdo al panzón de atrás. Supe de su existencia en la mañana de una Navidad, cuando le regalaron una enorme bocina con la cual no tardó en hacerse odiar.
Era uno de esos vecinos accidentales, cuyos dominios se extienden a espaldas de la propia casa, y a los que no sería posible aproximarse sin hacer un rodeo de varias cuadras, a pesar de lo cual su música sonaba a veinte o treinta metros de nuestros tímpanos. Bastó con escucharla diez tortuosos minutos para entender que a partir de ese día nuestro hogar sería parte de sus dominios.
No fue por celebrar la novedad que el panzón había elevado el volumen unas cuantas rayitas más allá de lo apenas razonable. Al lacerante paso de días y semanas, concluimos que el fulano experimentaba una satisfacción inocultable al hacerse notar de aquel grosero modo, lo cual habría sido menos ultrajante de no haberse sumado su indecisión. Pues resulta que al hombre le gustaba cambiar de canción a cada minuto, valiéndole un pepino la opinión de quien fuera.
Podíamos verlo desde la azotea, tras una cortinilla de enredaderas que protegían nuestra curiosidad. El tipo se tendía sobre una silla ancha, a un lado del tinaco y a pocos metros de la gran bocina. La camisa sudada y desabrochada, la panzota brillando bajo el sol. Ocurría casi todos los días de la semana, a horas impredecibles y por lapsos igual cortos que largos. En cuanto al repertorio, justo es reconocer que Radio Panzón solía ofrecer los sonsonetes más estruendosos, vulgares y agresivos del cuadrante, amén de recetarnos todos los comerciales al mismo volumen.
No serían bastantes estos párrafos para enumerar los insultos, apodos y conjuros que soltamos a espaldas del panzón infame, convencidos de que ir a visitarlo resultaría inútil o contraproducente. Un hombre que combina el reguetón con la balada cursi, el narcocorrido, la discomusic y la beatlemanía sin concierto ni asomo de continuidad, no podía ser gente razonable. Nos tocaba encerrarnos en el capullo de nuestros audífonos.
Cada año que pasa, las bocinas son un poco más baratas, y en cambio los audífonos suben de precio (especialmente aquellos que cancelan el ruido circundante). Además de encontrar un claro anuncio del final del mundo en esta paradoja, veo que defenderse de una invasión sonora es mucho más difícil que llevarla a cabo. Como el adolescente que se explaya al escuchar su música hasta el tope (casi todos lo hicimos, era sensacional) abundan los adultos de gustos expansivos que sólo están contentos con el festín sonoro si antes nos hacen presas de su estruendo.
Tengo un pequeño artilugio eléctrico cuya función consiste en producir un ruido apenas perceptible por el oído humano, pero ya insoportable para los roedores. Unos días después de instalado, suelen los huéspedes hacer maletas y buscarse otra casa menos estrepitosa. Imagino el descanso de esos ratones al alejarse del suplicio auditivo, sólo de recordar la tarde en que volvimos a la casa, pensando nada más que en entregar las llaves y esfumarnos, y he aquí que el Panzón nos despidió con un menú sonoro lo bastante insufrible para hacernos conscientes de que, en muy buena parte, estábamos huyendo de él y su bocina.
Hace un año que no escuchamos nada similar a Radio Panzón, solamente que acá los cohetones truenan todos los días, a veces bien entrada la madrugada. Cincuenta, cien, doscientos estruendos diarios. ¿Por qué o para qué? No atino a comenzar a imaginármelo, y a veces nos resultan aún más agresivos que XE-Panzón. Puede uno cerrar felizmente los ojos, pero no los oídos. Me calzo los audífonos, subo el volumen, veo a mis perros ladrar y me da risa porque no los escucho. Ya no sé si los veo con piedad, o si son ellos quienes me compadecen. No oigo, dicen los niños, soy de palo.