Pedro no le echa la culpa a nadie. Sabe que si se drogó fue por gusto. Que si cargó armas escondidas en una caja de pizza fue por el pago. Que si abandonó la carrera de Derecho fue porque su adicción no le permitía estar atento a las clases. Que si participó en unos diez asesinatos fue porque lo consideraba su trabajo.
Ahora está en proceso de rehabilitación, pero a sus 24 años, este joven habla con serenidad acerca de su pasado como sicario: “Nos pagaban diez mil pesos por evento; participé como en unos diez eventos (...) quizá más”, describe.
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Ese no era, sin embargo, el único ingreso, pues narra que “un sicario en esa organización gana como 5 mil a la semana, ese es su sueldo base. Ellos se dedican a cuidar el negocio, a cuidar a los que entran y a los que salen, se dedican a revisar quién se mueve”.
Pedro no es su nombre verdadero, pero tampoco se preocupa por esconder su historia. “Empecé a los 12 años a fumar mariguana porque los amigos del barrio, sus familiares, eran los que vendían”.
La ruta de su adicción es la que han trazado los especialistas: poco antes de la mariguana ya había consumido alcohol y tabaco, pues dice que así no se sentía el nerd o el "menso"; después probó la cocaína, aproximadamente unos dos gramos al día, y luego la "piedra", pues dice, le gustaba sentir el delirio de persecución.
Al mismo ritmo que su adicción, creció su actividad dentro de la organización criminal a la que él identifica como integrante de la Fuerza Anti Unión de Tepito, ligada al cártel Jalisco Nueva Generación.
Una vez enrolado, entendió pronto la dinámica de su trabajo: “Había un grupo que se dedicaba a vender droga, que como digo, eran mis amigos y su familia. Y a dos cuadras había otros que también vendían droga, pero que no eran de la misma organización. Eso afectaba la venta porque a lo mejor los otros daban más barato o les daban un poco más de droga.
“Nosotros lo que hacíamos era ir y matar al que vendía la droga de la otra organización para que todos los clientes de él se regresaran con nosotros”.
El relato es frío. Sin tonos de drama. Seguramente porque en su vida no hubo espacio ni tiempo para hacerse la víctima. “Tuve un hermano que era tres años mayor que yo y que se suicidó cuando iba en la secundaria. Mi padre me abandonó cuando yo tenía seis años. Puedo decir que tuve una madre alcohólica y como que no se ocupaba mucho de nosotros”.
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Así resume una infancia que transcurrió en su mayor parte en la colonia Tacubaya y luego en la Piloto, zonas ubicadas al oriente de la Ciudad de México. Retiene también en la memoria que su abuelo solía usar armas y que en su familia todos sabían disparar. “Yo las empecé a agarrar, nadie me enseñó, nada más viendo cómo se le hacía para cortar”.
Lo que sí tuvo que aprender fue, al involucrarse con la actividad criminal, a respetar las normas de la organización. “Yo tenía cierta confianza con el patrón de la organización, con el líder. Hablábamos con cierta confianza porque me conocía desde chico y ahí fui creciendo. Él me dejaba atender el negocio. Pero también sabía que me gustaba bastante la cocaína y un día me dijo que no quería que me hiciera daño”.
La frase, sin embargo, no era un consejo paternal, sino una advertencia. “No le preocupaba tanto que me dañara con la droga, sino que me inhalara todo y por eso no le entregara cuentas y que de esa manera me hiciera daño yo solo… o sea, que buscara mi pago ¿me entienden?”.
"No siento nada por la gente asesinada"
Así de simple: “Una cosa es ser amigo y otra cosa es estar trabajando”. Esta visión que no admite juicios emocionales es la misma con la que recuerda eso que llama “eventos”.
“No siento nada por la gente asesinada porque me pongo en la situación de que si ellos me hubieran hecho algo a mí, tampoco hubieran sentido algo por mí”.
Tuvo la ventaja, asegura, de que recibió el adiestramiento que dan las organizaciones criminales. “Te mandan a un curso de sicariato donde te enseñan a usar diferentes armas y a diferentes grupos de superviviencia”.
Así fue que, además de lo que aprendió en casa con las armas familiares, tuvo contacto con las escopetas y los cuernos de chivo. “Me enseñaron cómo desarmar, cambiar de automático a semiautomático. Todo eso que la organización necesita porque debe tener calibres más grandes que la competencia”.
Otra lección importante fue que siempre tenía que vestir bien. “Nunca me agarraron porque yo sabía que tenía que pasar desapercibido cuando llevaba drogas o armas. Las metía en una bolsa de regalo con un moño. Y si era una pistola larga, compraba una de esas pizzas grandotas y ahí llevábamos los cuernos de chivo para que pasáramos de colonia en colonia, sin que nos agarrara la Policía”.
"Estoy en rehabilitación, me gustaría tener una familia"
Para resumir todo eso también tiene una frase simple: “Tienes que usar la cabeza para que no te agarren porque como te ven, te tratan”. Su caída en el abismo del ambiente criminal se detuvo cuando se enfrentó al destello de un sueño, un anhelo: tener una familia.
“Por eso es que estoy aquí (en rehabilitación) porque pensando y hablando con mi novia, queremos tener una familia... pues a mí me gustaría tener hijos. Por eso me gusta estar bien”.
Esa decisión fue hace un año y en el esfuerzo de estar bien ya lleva un mes. En ambas acciones, igual que con su pasado, sabe que sólo él es responsable de conseguir que en su futuro haya una familia.
irh