Irma Avilés Peñallegó desorientada al Monasterio en las afueras del puerto de Lázaro Cárdenas. Tímida, con un ejemplar viejo, roído del periódico ABC, La Costa de Michoacán –un tabloide regional que se especializa en la nota roja–, buscó ayuda y no sabía a quién dirigirse.
En la parte baja de la portada había el siguiente titular: “Capturan a 11 integrantes de Los Caballeros Templarios”. En tres fotografías, los 11 presuntos sicarios, incluido Gumercindo Rocha Avilés, hijo de Irma. Corría noviembre de 2018. Irma buscó el apoyo de la Brigada Nacional de Búsqueda en Vida de Personas Desaparecidas, y hoy, marzo de 2023, las respuestas aún no llegan.
Más arriba del tabloide, otra nota elocuente: “Se mata de un tiro, hermano de La Tuta”. En el interior de su residencia en el puerto de Lázaro Cárdenas, Michoacán, Aquiles Gómez, hermano de Servando Gómez Martínez, alias La Tuta, máximo líder de los Caballeros Templarios, se habría pegado un tiro en septiembre de 2014.
Casi una década después, Avilés Peña sigue buscando a su hijo, acudió a hospitales, a la Cruz Roja, a la cárcel local y al penal federal de la región, a la Procuraduría y a inmuebles de Seguridad Pública; en estos dos últimos establecimientos le dijeron que tenía que viajar a la Ciudad de México y acudir a la Procuraduría General de la República (PGR) para que “desde allá, se lo rastreen”. Irma frunce el ceño y asegura que no ha podido viajar por falta de recursos económicos.
Hace unos días, La Tuta se amparó para frenar su traslado a otro penal federal y evitar actos de incomunicación. La defensa del capo pretende que su cliente siga en el penal de máxima seguridad del Altiplano.
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¿Detenido?
Aunque Gumercindo Rocha apareció en la prensa como “detenido” por pertenecer a Los Caballeros Templarios, ni su madre, esposa, hijo, amigos, ni la autoridad, ni los sicarios del cártel saben en dónde está.
En junio de 2013, con el calor sofocante en el puerto de Lázaro Cárdenas casi a 40 grados centígrados, Juan Gómez Murga, vecino de la familia Avilés y vinculado a la delincuencia organizada, tocó a la puerta de Gume con el propósito de pedirle apoyo para cambiar el chicote de su cofre de auto. Irma abrió la puerta, su hijo prometió volver un par de horas después. Llegó la noche y pasadas 36 horas de la ausencia de Gumercindo, Irma se armó de valor y encaró al vecino para saber el paradero de su hijo.
“La verdad, el único pecado de su hijo fue ser perro [sic] para el volante. Nadie lo mandó a manejar tan chingón”, le espetó a doña Irma Avilés su vecino Juan Gómez. Con desparpajo, le confesó que, como muchos habitantes de Lázaro Cárdenas, él también obedecía las órdenes de Los Caballeros Templarios, para luego confirmarle a Irma que su hijo Gumercindo Rocha Avilés se había convertido –previa golpiza y amenazas de muerte– en chofer de La Tuta, por petición propia de El jefe, en alusión al narcotraficante.
En Michoacán, entidad de casi 5 millones de habitantes, con 113 municipios, con costa, montañas sinuosas, áridas y con pocos polos urbanos, un chofer atrabancado, pertinaz al volante y ágil en el cambio de velocidades es vital para sortear enfrentamientos con células delincuenciales rivales y con las pocas autoridades no sometidas al imperio de la corrupción.
Durante los siguientes 25 días, Irma Avilés tocaba a las puertas del vecino, le telefoneaba, lo esperaba en las afueras de su vivienda, sabedora de que era el “único conecte” con el paradero de su hijo Gume. Los primeros días, Gómez respondía amablemente: “Está bien, no le va a faltar comida, dinero, ni mujeres”, respondía con firmeza.
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¿Dónde está el chofer?
“El muchacho (Gume) no está por su voluntad. Ya le dieron una buena chinga, si lo comunico con usted es ponerlos en peligro, lo van a cargar [sic]. Mejor yo le iré dando razón… él aún está tonto para agarrar mañas para hablar con usted”, explicaba el vecino.
Así se fueron los días 11, 14, 20 y 23, y los recados seguían fluyendo. El día 25 desde que Gumercindo fue a cambiar el chicote de un cofre, Juan Gómez no regresó a su casa. Al día 27, Irma Avilés se enteró de que al vecino lo habían acribillado. La nota apareció por ahí perdida en una esquina del tabloide ABC.
El día 29, “agentes del gobierno” sitiaron la casa de Irma Avilés para interrogarla sobre la muerte del vecino y sobre la desaparición de Gume. La entrevista fue con poco tacto policiaco.
–¿Usted mandó matar a Juan Gómez Murga? –cuestionó un agente federal, para anexar que si era en venganza por la desaparición de su hijo.
–Pero, ¿cómo lo voy a mandar matar?, si era la única persona que con frecuencia me traía pistas de que mi hijo estaba vivo y de que estaba bien.
–¿Por qué no lo denunció? –preguntaron los agentes federales.
–¿Cómo voy a denunciar?, si el mismo vecino me dijo que si quería mi vida y la de mi hijo, que no moviera nada, como si nada hubiera pasado.
Y sí, nada pasó. Tres preguntas más que rayaron en la obviedad, dos cuestionamientos absurdos, llenar un formato por mero trámite y los agentes prometieron indagar la desaparición de Gumercindo. Transcurrieron el verano, el invierno, la primavera y de nuevo el verano, pero la familia Avilés no recibió noticia alguna.
Después de 14 meses, el periódico trajo “la buena nueva”, algo amarga. Por la mañana, una vecina tocó con insistencia en la casa de Irma, mientras el hijo de Gume, con dos años y seis meses de edad, ya corría por toda la sala de la casa haciendo travesuras. La señora Avilés se dejaba caer de golpe en una silla con la portada del ABC en ambas manos. En la nota de “Capturan a 11 integrantes de Los Caballeros Templarios” había tres fotografías con imágenes de los sicarios, en medio de ellos, el Gume y/o alias el Mónster.
Irma Avilés estalló en llanto, pero su boca dibujaba una sonrisa, pues su hijo estaba vivo, en prisión, pero vivo. Es el mismo llanto y la misma sonrisa que ahora expone en la entrevista. El hijo del Gume también tomó el rotativo en sus manos y, con las palabras de un niño de dos años y medio, dejó la mamila de leche y empezó a exclamar: “Ete es put..., ete es put..., toyos son put..s, ete es mi papá… papá men, papá ya men”.
Irma sigue llorando y sigue sonriendo. Explica que junto con la vecina salieron a ver a los amigos del barrio, hubo una encuesta en la manzana, 10 participantes, entre vecinos, comerciantes y un taquero. Y el resultado fue unánime: “Doña Irma, claro que es Gume”.
Visitadas instancias locales y agotadas las posibilidades de que “el chofer de La Tuta” se encontrara ahí, Irma Avilés recordó una amistad en el Ejército, un cabo, y acudió a él. Éste le aconsejó ir a la Procuraduría para interponer una denuncia por desaparición de una persona detenida por una autoridad federal. En el Ministerio Público no le quisieron levantar la denuncia ni dar información.
“Vaya a buscarlo a los penales de alta seguridad… Sólo un consejo, los detenidos por delincuencia organizada suelen cambiarse el nombre, por protección de ellos, pero también de su familia”.
“Como madre, no me puedo equivocar: el del periódico es Gume, los sicarios no me lo mataron, pero la autoridad no sé a dónde se lo llevó. Soy de bajos recursos, no me puedo movilizar, su hijo ya va a la primaria, le tengo que ayudar a su expareja, no puedo estar viajando. Sólo quiero saber, localizar en qué penal lo tienen… si lo tienen”.
Y ahí va Irma Avilés, con el periódico roído cómo único dato de prueba, con su testimonio, con su sonrisa cuando se abre la esperanza de que “Gume” sigue vivo, con su llanto cuando recuerda que van ya muchos años sin saber de él, con la zozobra de no saber si su hijo está en un centro penitenciario o sólo fue presentado por la autoridad ante la prensa como parte de un show de los que suele hacer el gobierno federal para demostrar que le “van ganando a la delincuencia”, aunque los hechos demuestren lo contrario.
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