Hacía frío la madrugada del 31 de octubre de 1979 y, según los reportes meteorológicos, a las 5:00 horas el entonces Distrito Federal aún no empezaba a clarear. Los nueve grados centígrados se sentían. Un banco de niebla no dejaba ver más allá de los diez metros en el barrio del Peñón de los Baños, a un costado del aeropuerto internacional, el “Licenciado Benito Juárez”, como le decían los habitantes de la capital por aquellos días.
Aun así, a las 5:10 horas, el Boeing 727 de Mexicana de Aviación, que venía de Los Angeles, California, logró aterrizar. Por eso, a los controladores no les pareció peligroso que veinte minutos después lo hiciera el DC-10 de la Western Airlines, que venía volando del mismo destino. El avión era piloteado por el capitán Charles Gilbert, quien había aterrizado 28 veces en el Distrito Federal en los últimos ocho años, cuatro ese mismo octubre de 1979.
El cielo y las pistas los conocía bien: el capitán Gilbert sabía cómo aterrizar entre la niebla, el humo y la contaminación que suele azotar al cielo de la capital de México.
A las 5: 38 horas, la torre de control recibió el saludo:
Avión: —Buenos días, México.
Torre: —Correcto. Reporte sobre viento. Calma.
Unos segundos después, los controladores Luis Munguía y Guillermo Loam le indicaron al capitán Gilbert, un hombre rubio y joven de sonrisa tímida, que la pista asignada para el aterrizaje sería la 23 D, es decir, la pista derecha del aeropuerto. Fueron ellos quienes notaron una maniobra extraña.
Torre: —¿Tiene sus luces encendidas? ¿Está a la izquierda de la pista?
Avión: —Negativo…
El piloto, que había volado cientos de horas, esa mañana de Halloween acabó aterrizando sobre la pista 23 pero del lado izquierdo, una que estaba cerrada desde octubre de ese año por obras de nivelación del piso. Esa madrugada el avión se estrelló contra el hangar de mantenimiento de la aerolínea Eastern Airlines, contra un tractocamión que llevaba diez toneladas de tierra y contra el Centro Postal Mecanizado.
A través de solicitudes de acceso a la información, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes decidió entregar el reporte de la investigación sobre el accidente más trágico en la historia de la aviación mexicana: según un reporte oficial murieron 73 personas. Es un informe con reservas y tachones porque, tantos años después, aún aseguran que revelar el expediente completo del “tecolotazo”, como la prensa llamó al accidente, pondría en riesgo la seguridad nacional y su relación con Estados Unidos.
Esta es una colaboración de ARCHIVERO para MILENIO, que reconstruye esta historia gracias a la desclasificación de expedientes olvidados entre cajones y viejas oficinas públicas. Casos como este revelan que en México la verdad oficial siempre está en obra negra.
Un pasajero logró salir de los restos hirvientes
El avión DC-10 aún lucía impecable: su viaje inaugural fue en 1973 y seis años después aún conservaba intacta la pintura blanca satinada con una raya roja, que iba de la cola a la punta y que, justo en la primera puerta, terminaba con una W gigante: la de Western Airlines, una compañía histórica de aviación en California, Estados Unidos.
La noche del 30 de octubre de 1979, la compañía eligió al capitán Charles Gilbert, a dos copilotos y a once sobrecargos para operar el vuelo nocturno que saldría de Los Ángeles a la Ciudad de México. Según testimonios de sobrevivientes llevaba el número 2605 y tenían previsto salir cerca de las 00:30 horas, sin embargo inconvenientes en el aeropuerto retrasaron su salida hasta la 1:40, hora del Pacífico. Estos vuelos nocturnos eran conocidos en el sector como ‘los tecolotes’, en honor al búho que ve todo en la oscuridad.
Según el archivo de la investigación, el avión estuvo en contacto durante el vuelo con el centro de control de Mazatlán, Sinaloa, donde la tripulación no informó de ninguna preocupación; según los pasajeros el vuelo transcurrió con tranquilidad. Finalmente, a las 5:38 horas, empezó su comunicación con la torre de control de la Ciudad de México para aterrizar. En ese entonces el aeropuerto era otro: a finales de los setenta apenas tenía tres pistas pavimentadas, a dos de ellas llamaban la “Derecha 23” y la “Izquierda 23”.
Días antes, desde el 19 de octubre, el aeropuerto había anunciado a través de un NOTAM 2841, un boletín que alerta distintas situaciones de riesgo, que la pista izquierda estaría cerrada por obras de renivelación. Esa madrugada los controladores le recordaron al menos en tres ocasiones al capitán Gilbert que debía aterrizar del lado derecho. Rápidamente los operadores de la torre de control se dieron cuenta de que el avión se encontraba enfilando a la pista izquierda.
Cuando el controlador se dio cuenta, perdió totalmente de vista al DC-10. Un banco de niebla cubría todo el aeropuerto esa mañana. Los controladores alcanzaron a decirle: “¿Ves las luces de la pista?”. El capitán dijo que no. Entonces empezó a gritar:
Avión:—¡No, esta es la aproximación hacia la maldita izquierda!...
Aterrizó en la pista equivocada y aplicaron máxima potencia a los motores para irse de nuevo al aire colocando la nariz del avión a once grados hacia el cielo. Pero en su intento por despegar otra vez, el DC-10 golpeó con la pierna derecha del tren de aterrizaje a un camión que, en ese momento se encontraba sobre la pista con diez toneladas de tierra, iba conducido por el señor Salvador Rodríguez.
Al tren de aterrizaje, se le desprendieron las dos llantas delanteras y volaron a unos 400 metros de ahí. La parte interior de la aleta derecha chocó con la caja de volteo del camión que quedó completamente desintegrado. En la maniobra el avión dio un ligero giro a la derecha provocando que su ala izquierda golpeara y arrancara la cabina de una máquina excavadora con la que realizaban los trabajos de remodelación. El avión terminó impactándose contra un hangar de reparaciones, las salas móviles de pasajeros y la oficina postal. Los testigos relatan que las llamas alcanzaron unos diez metros de altura.
Del avión se desprendieron el estabilizador, el motor, los timones y el ala izquierda había salido disparada a más de 200 metros. Las fotografías son impresionantes: un ala gigante afuera del aeropuerto cayó sobre las casitas del Peñón de los Baños. En los diarios de 1979 pueden leerse testimonios de personas que viajaron esa madrugada y lograron sobrevivir a la tragedia del ‘tecolotazo’:
“Se escuchó un fuerte golpe, luego una explosión y luego todo empezó arder”, dijo el capitán Teodoro Moreno, quien entonces era piloto de la Dirección de la Policía y Tránsito del Distrito Federal, e iba de pasajero en el avión.
“Cuando sentía que el avión venía aterrizando, sentí que pegó un brinco y luego un golpe. Me cayó el techo del avión encima”, dijo otro pasajero estadounidense, quien logró salir de entre los restos hirvientes.
Otro pasajero, Hoogland A. Llad, dijo que cuando el avión tocó tierra escuchó un ruido estremecedor, sintió después que el DC-10 iba a volver a volar pero no sucedió. Su cinturón de seguridad se botó y salió disparado. Él iba en el asiento 27-F y recuerda que a esa altura el avión se partió en dos.
“Sí me traje un pedazo del avión”
Salvador Hernández había entrado a trabajar al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México el 12 de septiembre de 1979, en la empresa Mexicana de Aviación . Era muy jovencito pero ya había pasado la vida entera metido en las salas de espera, viendo cómo iban y venían los aviones pues su papá trabajaba desde mediados de 1950 en la empresa.
“Me encantaba escuchar el ruido de los aviones aterrizando y despegando, antes había un mirador en el aeropuerto que hasta tenía una cafetería”, recuerda Salvador, con nostalgia, desde su casa en San Luis Potosí, 45 años después del accidente.
Era la época dorada cuando los viajeros estadounidenses preferían los aviones de México porque les daban fruta de temporada, barras de quesos y hasta champaña francesa, de cuando Maradona viajaba por Mexicana de Aviación; Salvador aún guarda el pase de abordar del ídolo argentino por el que cualquier coleccionista mataría.
Recuerda que el día del accidente se reportó con su jefe a las 4:30 de la mañana porque les dijeron que iban a recibir un vuelo: era el de Mexicana que había llegado 20 minutos antes que el de Western Airlines. Cerca de las seis de la mañana escuchó un ruido inusual, vio un destello o un parpadeo, aún hoy le cuesta describirlo. Instinto. Corrió hacía la pista y en el camino encontró a uno de los tractoristas, que llevaban el equipaje de los pasajeros de la aerolínea Western, quien le soltó la noticia: Un avión se había impactado.
“Fuimos pocos los que estuvimos ahí. Llego, veo cuando el avión se compactó, de ser tan grande quedó totalmente reducido. El fuselaje y la cabina se comprimieron cuando impactó contra el área de Eastern Airlines. Solo quedó la turbina de arriba, asientos, maletas, gente. No se podía ver nada… Pero sí recuerdo un charco de agua, como un arroyo y era sangre”, dice.
Cerca de lo que hoy es el estacionamiento, podían verse techos de las viviendas incendiados con parte del avión encima.
“Te soy honesto, sí me traje un pedazo de avión”, confiesa.
Solo se reconocieron cinco cuerpos
Las fotografías son difíciles de ver: parece una fotografía de un sismo, donde los restos apenas tienen formas. Fierros achicharrados, humeantes, una pila de metal retorcido, restos de los asientos que algún día fueron rojos, cuerpos por toda la pista de aterrizaje.
El señor Héctor González también conocía cada recoveco del aeropuerto. Desde 1958 laboraba ahí, la mañana del 31 de octubre le tocó estar desde la madrugada pues trabajaba como gerente de operaciones de la empresa Cocina del Aire, que suministraba alimentación a los pasajeros de varias aerolíneas. Las oficinas de Cocina del Aire estaban a unos 150 metros de dónde se había estrellado el avión.
“Ahí vimos los restos, los taparon después pero vi los restos quemados, cómo los metieron en bolsas negras y llegaban las ambulancias” recuerda Héctor, hoy a sus 79 años.
El reporte oficial desclasificado asegura que ese día fallecieron 73 personas, 11 pertenecían a la tripulación, 61 eran pasajeros y el señor que manejaba el camión con tierra; quince personas sobrevivieron con heridas graves y solo dos resultaron ilesas. En ese entonces el subdirector de Servicio Médico Forense, el doctor Ramón Fernández Cazares aseguró que durante las primeras horas solo había sido posible reconocer cinco cuerpos.
Las notas de la prensa cuentan que en el Peñón de los Baños se sintió así:
“Un fuerte golpe y luego las llamas envolvían mi cuarto. En medio de mis hijas y mi esposa logramos salir del horno”, dice un señor que vivía en la calle de Matamoros.
Adriana Miranda recuerda que en 1979 vivían en la colonia San Juan de Aragón y que para ir a la escuela tenían que salir a las 6:30 horas. En el auto, su mamá tomaba un atajo por la parte trasera del aeropuerto. Pasaban junto a un edificio de oficinas y del lado izquierdo no había nada porque el terreno conectaba con las pistas de aterrizaje. Luego del edificio seguían talleres mecánicos, donde reparaban avionetas privadas y aviones de Mexicana de Aviación. Esa mañana estaba muy nublada y, mientras iban en su Duster 1977 color azul metálico, escucharon en la radio el accidente.
“Mi mamá tuvo que poner las luces altas porque ya no se veía nada, y por el frío matutino llevábamos las ventanas cerradas; sin embargo, un olor muy fuerte, que nunca hemos vuelto a percibir mi hermana y yo, lo recordamos perfectamente, era olor a ahumado, a quemado, pero no solo plástico, hule, era claramente olor a carne quemada pero no de algún animal que reconociéramos, era carne humana quemada”.
Siguieron su trayecto y llegaron a la parte de la malla que le permitía ver hacia las pistas: todo estaba repleto de camiones de bomberos, patrullas y la fachada del último edificio del aeropuerto destruida. Era una escena de emergencia.
“Por la tarde que volvíamos de la jornada, al pasar de nuevo por ahí seguían los movimientos de la policía y otras autoridades, pero ya era un terreno con el piso negro, mojado y el ambiente era desolador y triste”, dice Adriana, hoy de 55 años.
En el reporte final de la Comisión Investigadora y Dictaminadora de Accidentes de Aviación, presidida entonces por Domingo Rodríguez López, aseguró que la tripulación de la aeronave no respetó los mínimos del procedimiento de aproximación que le fue autorizado, que ni siquiera alcanzaron a autorizar su aterrizaje.
GSC/ATJ