Enrique es un fantasma. Un fantasma que deambula por un patio en el que un grupo de jóvenes uniformados con pants azules y camisetas blancas pintan con pincel los sombreros y dientes de unas catrinas gigantes de papel maché. La escena es irónica, porque precisamente a esos muchachos es a quienes persigue la muerte.
Enrique en realidad no es un fantasma, pero comienza a parecerlo cuando se sabe que la epidemia que está matando a los adolescentes y jóvenes son las balas y que a él ya lo han encañonado tres veces.
Enrique, como los demás muchachos conglomerados en el patio, es menor de edad, pero a pesar de su corta vida, todos han cometido algún delito. Y comparten un perfil: provienen de familias desintegradas, en pobreza, y pronto en sus vidas cambiaron la escuela por la calle.
Estamos en el patio de lo que antes conocíamos como el tutelar de menores y ahora se llama Comunidad de Diagnóstico Integral para Adolescentes en Ciudad de México.
El nombre de Enrique es ficticio, pero su historia como narcomenudista es real. La primera vez que lo encañonaron fue una noche que salió de fiesta con dos amigos. Ya con alcohol y drogas en la sangre, uno de ellos comenzó de buscapleitos con otro grupo de una vecindad. No se esperaban que se les dejara venir toda la pandilla y terminaron rodeados de más de 10 hombres.
Los hincaron, cortaron cartucho y Enrique pensó que iba a morir cuando sintió en su sien una de esas pistolas que han tenido un impacto devastador en el incremento de la violencia en México: según el Center for American Progress, organización de la sociedad civil estadunidense, anualmente entran de EU a nuestro país 213 mil armas.
Ya hace un año que Enrique se salvó de que le tronaran los sesos, pero aun así, a sus 17 años ha seguido metiéndose en líos.
Antes de entrarle al negocio de las drogas trabajaba en una tortillería. En el crimen organizado su primer puesto fue como halcón avisando por dónde andaban los policías.
“Me pagaban 350 el día y nada más tenía que estar al pendiente”, cuenta, mientras nerviosamente, y poco a poco, va rompiendo las hojas de una planta.
En ese trabajo duró un mes, pero lo dejó no para rectificar el camino sino para tener dinero e invertir en un negocio ilícito.
“Me volví a meter a la tortillería a trabajar, quería ganar más dinero, de lo que ganaba iba a comprar droga y la revendía al doble. Si me encargaban un gramo de cocaína yo lo conseguía en 300 pesos y lo vendía en 600”.
Ahora está aquí, encerrado, acusado de homicidio, y si no forma parte de la estadística de mortalidad es prácticamente un milagro, porque cumple con el perfil de los jóvenes que están muriendo en México: 72 mil niños, adolescentes y jóvenes (de 12 a 29 años) han sido asesinados en ocho años (2010-2017); 13 mil menores de edad murieron por homicidio en 11 años (2007-2017); ocho de cada 10 asesinatos de menores de edad en 2017 se perpetraron con arma de fuego.
A su madre no la conoce. Su padre murió hace cinco años, de cirrosis. “Me salí de mi casa, tuve muchos problemas, mi papá falleció, que era con la única persona que contaba”, dice Enrique, cabizbajo con esa mirada dulce que no ha terminado de perder.
En el patio del antiguo tutelar, Enrique y los otros jóvenes no se preocupan por la epidemia de violencia que los está matando. Solo pasan el momento, viven sin futuro, cuentan el tiempo para recobrar su libertad, pero cuando se les pregunta por sus sueños, guardan un silencio pensativo antes de contestar.
—¿Cuál era tu motivo para no querer morir esa noche de fiesta que te encañonaron? —le pregunté.
—Saber para qué nací, solo quería saber eso… —contestó tras meditarlo unos segundos.
—¿Y ya lo sabes?
—Todavía no… —respondió ensimismado, mientras a su alrededor el sol brilla en los alambres de púas que coronan una inmensa barda de ladrillos rojo deslavado. Luego confiesa algo muy íntimo. Y duro:
“De hecho por todo lo que he pasado he tenido ganas hasta de matarme, de morirme y ya no saber nada, porque yo no quería escoger esta vida”, dice, sin saber que la tercer causa de muerte en los jóvenes son los suicidios.
Cuando era niño Enrique soñaba con ser contador. Quizá esa es la clave para que escape de la estadística y deje de ser un fantasma sin rumbo con una pistola en la cabeza. O en la mano.
Enrique, el joven ‘fantasma’ que escapa de las balas
HISTORIA | Menores infractores
Cuando era pequeño soñaba con ser contador, quizás ahí está la clave para que se fugue de la estadística y deje de deambular con una pistola en la cabezaoen la mano
Ciudad De México /
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